Hay un momento vertebral en este filme donde guionista y director traspasan el umbral del verosímil. A partir de allí, le es dado a la persona espectadora de este relato poner en duda todo lo que hasta ese momento creía ver. Dicho de otro modo, tras el estupor de asistir a una actitud inesperada, surge la claridad de vislumbrar que lo real no es lo que creía.

Será solo casualidad, nadie lo discute, pero sigue bajo sospecha la coincidencia de dos naufragios en el mismo sitio. Tanto Orson Welles como Terry Gilliam, dos americanos errantes en Europa, dos yanquis fugitivos, desterrados de EE.UU. por iconoclastas, por irreverentes y por indomesticados, se obsesionaron con la locura de don Quijote.

Hablar del comienzo de los años 70, conlleva convocar el olor a podrido de Vietnam, evocar el tiempo del terrorismo internacional y la crisis del petróleo y, por supuesto, enfrentarse al final de un tiempo que tuvo su epitafio en mayo del 68. Casi ese mismo tiempo, cincuenta años, ha pasado desde que comenzara la era Spielberg.

Hubo un tiempo en el que, en apenas unos segundos, el público avisado era capaz de saber desde qué país se había hecho cualquier filme de animación. Las escuelas de cada territorio ofrecían unas ideas claras y una estética reconocible. Y dentro de cada una de ellas, también los diferentes autores, en los casos más relevantes, aportaban un libro de estilo propio y reconocible.

Concebida como una búsqueda en el corazón de las tinieblas, un periplo por el Congo de los niños soldados y las minas de coltán, es decir, presentada como el relato de un descenso al agujero más peligroso del mundo, El cuaderno de Sara aplica la sensibilidad de una ONG para disimular los trucos de un indigesto best seller de muchas páginas y poca literatura.