Decidido a no hollar un territorio común, empeñado en caminar por donde casi nadie transita, Isaki Lacuesta se mueve por un espacio singular e inacotado que poco o nada tiene que ver con el que ocupa la mayor parte de la producción cinematográfica española.

La primera secuencia de «El último verano» se repite invertida en sus instantes postreros con un paradójico y amargo sentido. En la apertura vemos cómo Anne, la implacable y resolutiva abogada interpretada con autenticidad abrasiva por Léa Drucker, alecciona a una joven adolescente víctima de una violación.

Manolo Kabezabolo (Manuel Méndez Lozano, Zaragoza, 1966), pertenece al universo inencasillable de los versos libres. En algún lugar olvidado, pero cerca de Evaristo de la Polla Records, y de Eskroto (Marco Antonio Sanz de Acedo) de «Tijuana in blue», se ubica este cantautor punk cuya peripecia vital resulta tan dantesca como irreductibles se muestran las letras de sus canciones.

Como en «La cizaña» -probablemente una de las mejores aventuras del Astérix original de Uderzo y Goscinny-, en «La caja de cristal» se asiste al inquietante espectáculo de ver cómo un espacio social, aparentemente en calma, comienza a enturbiarse cuando en el armónico vecindario aparece un personaje que siembra desazón, división y envidia.

Productores de cuatro países, Estados Unidos, México, Canadá y Dinamarca, unen esfuerzos para sacar adelante el segundo largometraje como director de Viggo Mortensen. Ese carácter, que más que internacional posee vocación universal, recorre como espina dorsal un relato de amor disfrazado de western.

Tras el profundo vaciamiento emocional que significó «Drive my car» (2021), Ryûsuke Hamaguchi (Kanagawa, 1978) deja a un lado los soportes de la alta costura literaria (y teatral) para, desprovisto de coartadas culturales y sin la ayuda de Chejov ni Murakami, abismarse en una naturaleza crepuscular.