Unos calcetines colgados, puestos a secar enfrente de un ventanuco de lo que se adivina es un semisótano, marcan el inicio y el final del salvaje periplo de unos protagonistas que caminan descalzos. La desnudez de los pies es un atributo extremo. Llevar los pies desvestidos, sin protección, es condición solo al alcance de quien no tiene nada que perder: los dioses y los desheredados. Los burgueses no, los burgueses llevan siempre los pies bien protegidos.
En esta “mujer en llamas” algo casi imperceptible lo domina todo. Cuando horas después de su visión se rememoran las emociones que su guionista y directora ha puesto en imágenes, se llega a Marcel Duchamp y a su concreción de esa sensación profundamente humana que él denominó “inframince”. La traducción más acertada sería algo así como “infraleve”, o sea lo que es más leve que lo leve: “el calor de un asiento que se acaba de dejar, el olor de una persona en el humo de su cigarro… el peso de una sombra”.
Al finalizar la proyección de “Maléfica”, en la abarrotada sesión de la tarde de un sábado en la que participé muy a mi pesar, un niño de unos 8 años, en medio de un murmullo de aprobación ante la conclusión de este cuento de madrastras y príncipes, gritó: “Viva el amor”. La proclama fue aprobada con sonrisas y algún aplauso. Había unanimidad. Estaban casi todos de acuerdo. Y aunque es evidente que, con esa edad, el amor pertenece más al reino de lo metafísico que de lo físico, la chavalería daba muestras de haberlo pasado bien.
El 13 de febrero de 1933, en un minúsculo municipio de Arcadia, en pleno Peloponeso, nació Costa Gavras. O sea, ha cumplido 86 años y ahora estamos celebrando el medio siglo del filme que lo presentó al mundo: “Z”. Con “Z”, la historia del asesinato del político demócrata griego, Grigoris Lambrakis, en 1963, despegó la carrera de un cineasta de origen heleno que casi siempre se ha movido bajo bandera extranjera.
Cada vez que se estrena un nuevo filme de Woody Allen hay que referir una cuestión decisiva para comprender los mecanismos de su trabajo. En la década de los 80, en plena madurez personal, con el descalabro del tiempo de cerezas que vivió junto a Diane Keaton, actriz con la que siempre ha mantenido una relación amistosa, Allen intentó emular el cine de sus dos mayores referentes: Federico Fellini e Ingmar Bergman.
Un plano obsesivo y largo recoge la conversación entre dos personajes que evidencian una relación paterno-filial. El adulto desgrana un cuento de noche, un relato para dormir ante la incesante réplica de su joven interlocutor. La fábula que narra habla de un tiempo de apocalipsis, un lamento distópico que recoge cómo la humanidad encaró la hora oscura de su exterminio.
Sostenida por el vaciamiento superlativo de Joaquin Phoenix, el actor digiere el libro de estilo del De Niro de “Taxi Driver” y “Toro salvaje”; “Joker” ya es leyenda. Posee el carisma de las obras de culto. Su director y coguionista, Todd Phillips, se ha movido como quien sabe que ha compuesto la partitura de su vida. Todo roza la excelencia. Todo rezuma solvencia. Le sobra calidad y regala a diestro y siniestro inquietantes paradojas.
En sus primeros compases, los ojos se llenan de incredulidad. ¿Qué estamos viendo? ¿Qué pasa? La imagen de un bosque que se desmorona nos indica que Oliver Laxe mira a la naturaleza con la misma pasión delirante con la que Herzog y Tarkovski supieron representarla. Laxe escruta su tierra originaria con dolor oceánico. Desde la (com)pasión recrea el lugar del que proviene, la Galicia rural que cada día ve diezmar su población y que cada verano recibe la mordedura de un fuego abrasador que arrasa sus montes.
En su primera encarnación, “Una pequeña mentira” fue una novela gráfica obra de los españoles Mario Torrecillas, guionista, y Artur Laperla, dibujante. Ahora, en manos de Julien Rappeneau, un solvente director que fabrica best sellers cinematográficos con aparente facilidad, la historia de un pequeño y joven jugador de fútbol, víctima de una convivencia familiar problemática, compone un conmovedor cuentecillo. Un tebeo conciliador.
Rodada en euskera y heredera de un filme pionero en su género realizado hace casi 15 años, “Agur Etxebeste” aparece como una comedia de humor suave y crítica leve. Asume y quiere ser un producto amable que pellizca sin herir y que entretiene sin apasionar. Evita los barros de cierta comedia grotesca de escatología y humor chusco a cambio de conformar un divertimento, de baja intensidad y corto alcance.