El asesino está entre nosotros
Título Original: CANÍBAL Dirección: Manuel Martín Cuenca  Guión:  Martín Cuenca y Alejandro Hernández; a partir de la novela de Humberto Arenal Intérpretes:  Antonio de la Torre, Olimpia Melinte y  Alfonsa Rosso Nacionalidad:  España. 2013 Duración: 117 minutos ESTRENO: Octubre 2013
 
En Caníbal, su director y coguionista, Martín Cuenca (con)forma un adagio sobre el derrumbe del bien. O, si se prefiere, sobre el privilegio del mal y su insensibilidad ante la culpa. Ese querer dar forma a este cuento de ignominia implica un giro de 180 grados. Entre el primer plano y el último, la cámara de Manuel Martín Cuenca deambula y se traslada de la víctima al verdugo. El filme se abre con un plano general para desvanecerse en negro ante el plano de un rostro. En la apertura, lo primero que vemos es el objeto de deseo del depredador que acecha. En la clausura, por el contrario, en cuadro, el caníbal mira a través de una ventana en cuyo cristal se refleja una imagen mariana: la mujer-madre,la diosa sagrada. Por unos segundos se entrecruza el enrejado del mirador y los barrotes del palio. El Caníbal sigue libre para matar pero Martín Cuenca remarca que dos condenas le atan, la del origen, su casa, y la de sus creencias. Pero al mismo tiempo sugiere, cuando el reflejo se diluye, que hemos pasado a ocupar el lugar de la víctima, es a la espectadora a quien el caníbal ahora mira.
En esos 180 grados y 117 minutos, el autor de Caníbal no concede ni un sólo respiro al público. Ninguna concesión. Nada de aquella sopa de ruido emocional para acongojar que tanto odia Straub. Nada del decorado de postal que detestaba Buñuel. Pero tampoco hay demasiado de las radiografías del mal que cultivó Chabrol. Ni tenemos noticia del hacer escópico de El silencio de los corderos. De aquel Hannibal caníbal de mucho éxito y, como éste, ningún remordimiento en su mirada.
Este Caníbal básicamente se construye sobre cuatro fundamentos notables. Uno, sin duda, es Hitchcock; no por su maestría para el suspense, sino por su capacidad para hablar del amor en territorios de odio, sangre y perversión. Otro; el citado Buñuel y todo su recital de lecciones inolvidables sobre las ataduras de la religión, sobre las pulsiones sexuales y las obsesiones morales. También en CaníbalMartín Cuenca se remonta al cine español del despertar de la posguerra. El que ahora conserva la huella indeleble de un tiempo, una (in)cultura, muchos miedos y más miserias. Y finalmente, a Martín Cuenca le gusta citar El extraño viaje de Fernán Gómez. No porque se parezca al argumento de la mítica y maldita película del gran histrión español del siglo XX, sino porque, como el cine de Fernán Gómez, el suyo resulta encasillable, se mueve en elipsis y sombras que sólo le pertenecen a él, que son extraños y extrañan.
En Caníbal hay momentos bellísimos y escenas demoledoras. Pero no hay nada truculento, ningún detalle para el morbo, ninguna claudicación a esa voluntad de respetar al espectador y respetarse a sí mismo como cineasta. La historia de Caníbal es la historia de un atildado sastre en la Granada más rancia. Una sociedad de cofrades y susurros; de represiones y misas.
Al parecer, del libro original, apenas permanece una idea, la del patético ser que al no poder consumar sexualmente su amor, sueña con devorarlo. Una antropofagia telúrica que encuentra ecos en los arrebatos de los amantes, en el ritual católico y en los ecos borrados del Caribe y sus tradiciones condenadas por nefandas. A Martín Cuenca no le interesa retratar al psicópata sino elaborar un símbolo, la imagen del horror; el mal con mayúsculas. Tras el pretexto de ese monstruo (electrizantes y rotundas las escenas de los asesinatos), aquí se habla de todos los monstruos que devoran a sus semejantes. En Caníbal se convoca la figura del franquismo, la de la España corrupta y criminal, la que depreda sin remordimientos, la que avasalla sin rendir cuentas, la que nunca ha vuelto porque nunca se fue.
 
 
 
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