Atom Egoyan queda lejos de sus grandes obras y Jasmila Zbanic se arrebata de lirismo transcendente con un drama-denuncia sobre la matanza de Visegrad


Un thriller televisivo y un poema visual, señalan la recta final

Atom Egoyan ha estado al frente de Devil`s Knot, nadie lo duda; pero nadie podrá decir que ha visto en la recreación del tristemente caso de los tres de West Memphis algún destello que rememore aquel universo que con precisión, talento y extraña belleza el cineasta de origen armenio cultivó con grandeza en los años 80 y 90. Nada, o casi nada, queda hoy en Devil`s Knot que pueda compararse con obras como El liquidador (1991), Exótica (1994) y El dulce porvenir (1997). Ninguna huella, ningún estilema, nada que ver con aquellos inquietantes y transgresores trabajos con los que el director canadiense irrumpió en sus orígenes. Paradójicamente, desde que trabaja para la industria de los EE.UU., su aspecto físico sugiere que el autor de Ararat (2002) ha hecho un pacto con el mismísimo diablo: su rostro rejuvenece, su cine se está fosilizando.

En algunos foros se ha destacado que la percepción de la película de Egoyan dependerá mucho de si se ha visto o no, el monumental trabajo documental titulado Paradise Lost. Recordemos brevemente que se trata de una especie de work in progress que ha dado hasta la fecha tres películas documentales realizada por los reporteros Joe Berlinger y Bruce Sinofsky para la HBO: Paradise Lost: The Child Murders at Robin Hood Hills. ( 1996); Paradise Lost 2: Revelations (2000), y Paradise Lost 3: Purgatory (2010).

Durante casi veinte años, los dos periodistas se comprometieron con uno de esos trabajos en los que uno se deja la piel. Todo empezó en 1993, cuando en los alrededores de la ciudad de West Memphis aparecieron tres menores de ocho años brutalmente asesinados. En sus cuerpos había signos de violencia extrema, mordeduras, golpes, ataduras…y para aplacar el desgarro, tres adolescentes del pueblo fueron acusados y condenados en un proceso judicial que todavía no ha culminado.

Si se conocen los tres excelentes e impresionantes documentales, el trabajo de Atom Egoyan decepciona totalmente. Si no es así, también. Nada puede reivindicar el errático hacer de Egoyan con un material que curiosamente ofrece algunos parentescos argumentales con algunos de sus mejores obras en los años 90. El terrible dolor por la muerte de unos niños, la necesidad de descargar la ira contra los culpables, las tinieblas de las pulsiones sexuales, el veneno del fanatismo y la infinita soledad del ser humano son sensaciones, estadios, que Egoyan ha ensayado hasta conformar secuencias inolvidables, pequeñas joyas de la expresión cinematográfica de nuestro tiempo. Aquí no quiere o no puede hacer nada de ello.

Lo fácil sería cargar en el sobrecogedor peso y densidad del documental (son más de 500 minutos los que ocupa la investigación periodística) la incapacidad que evidencia este filme. Egoyan podía haber hecho lo que un hombre con menos sutileza, Oliver Stone, hizo con JFK: absorber el documental que le precedió, canibalizarlo y fundirlo con la ficción. Salvo un pequeño guiño a los autores del documental, cuya intervención para esclarecer el caso fue decisiva, Egoyan opta por una recreación cronológica de los hechos. Quedaba entonces la vía Fincher puesta en valor en Zodiac: adentrarse en la incertidumbre, abrazar el espejismo. Pero tampoco es ese el camino que sigue el canadiense. Y lo peor es que, como los jugadores vencidos, Egoyan incurre en la peor de las rendiciones, reniega de su estilo y se aferra al libro del Hollywood más rancio.

Hay una secuencia en el filme que debe verse como el acta de rendición de Egoyan, la renuncia a sí mismo. Es aquella en la que la madre de una de las víctimas se acerca al colegio de su hijo con la última tarea. En ese momento los niños se levantan y le abrazan en una composición sentimental impropia de quien en su día, al hablar de los lazos sanguíneos, ideara Family Views. Lo preocupante es que sea este Egoyan, el de su aventura hollywoodense, el que llegue ahora a San Sebastián cuando su capacidad se está derrumbando.

La tanatoturista concienciada                                       

El significado del título, For those who can tell no tales, lo explica amablemente al espectador un personaje dentro del propio filme. Se trata de los muertos. Y para los muertos, para las asesinadas más específicamente, entona un réquiem con gesto solemne y fragilidad argumental Jasmila Zbanic, una realizadora nacida en Sarajevo en 1974, que ha convertido su cine en una lucha sin cuartel contra la violencia ejercida en las durante el conflicto serbio-bosnio.

La raíz que nutre este solemne poema puede rastrearse en las declaraciones de Jasmila en los momentos del estreno de Grbavica, película que le hizo ganar el Oso de oro en Berlín. Jasmila hablaba entonces de la presencia de algo silencioso e invisible, de la extraña sensación que despiden los lugares marcados por el sufrimiento. Ella se refería entonces en concreto al barrio que daba título a su filme. Esa sensación, esa atmósfera que perturba y desasosiega, que hiere y hiede, es ahora la que conforma la naturaleza de su último filme.

Protagonizada por Kym Vercoe, en un estilo que funde el estilo directo del documental con la representación de la ficción, la película de Jasmila Zbanic cuenta la experiencia de una joven australiana que viaja por placer por los escenarios de la guerra de los Balcanes. Por indicación de una guía, la joven pernocta en uno de los escenarios donde violaron y asesinaron a un centenar largo de mujeres. Ajena a los detalles del horror bélico, la malignidad prendida en ese espacio enciende las alertas de su (in)consciencia y la turista pasa a preguntarse por la realidad de los hechos; la viajera indolente deviene en la mujer que pregunta, en la activista que reivindica. Entonces la cámara de Zbanic se llena de amenazas. Los habitantes de Visegrad se transforman en sonámbulos de  manos sucias. Su sobrio e imponente Puente Viejo sobre el río Drina deviene en cadalso donde la sangre grita. Y sus adoquines parecen testigos acobardados por tantos crímenes horrendos allí cometidos.

Con ello y por ello, Jasmila Zbanic coloca al espectador en una encrucijada minada por la sombra de la manipulación. ¿Cómo separar la legitimidad de su denuncia y la grandeza de sus gestos, de la paja de su maniqueísmo narrativo? La aventura de Kym Vercoe, cuyo parecido físico con la propia realizadora es notable, se sostiene con mucha dificultad. Si el lirismo de su homenaje final aspira a la emoción, el camino que ha seguido aparece sembrado por la obviedad  de una reflexión tan plana como estéril. Queda, eso sí, un impagable material para la reflexión y el debate. No es poco.

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