Nuestra puntuación
El pequeño drama chino y el hinchado ripio iraní
La jornada de ayer fue extraña como no podía ser menos. Lo fue por lo que respecta a lo que es ajeno al Zinemaldia, con la calle convertida en pasarela de reivindicación, y lo fue por lo que pasaba dentro. De manera que ayer se vivió un festival a media luz y con apenas una décima parte de su programación habitual. Eso propició que los habitualmente animados escenarios del festival, presentasen un aire taciturno y singular, una suerte de escenario metafísico y surreal. Se sumó al capítulo de anomalías un Bahman Ghobadi empeñado en dar la nota. El pase de prensa de su Rhino Season vino precedido de una larga y retórica explicación sobre la imperfección de la copia que se iba a proyectar; excusa que Ghobadhi aprovechó para abusar de la paciencia del director del festival y para hacer lo que mejor sabe este vendedor de botijos cinematográficos: legitimar su película que, por otra parte, evidenció algo que desde aquí siempre hemos dicho: su cine es puro arabesco ornamental.
Por otro lado, la amable y convencional película china de Emily Tang, All apologies, completó un día raro que pareció rasgar por la mitad un festival que camina ya hacia su desenlace.
Como somos deudores de lo que decimos por escrito será precisó retornar a lo que aquí se ha apuntado en años anteriores sobre Bahman Ghobadi, un director mimado en exceso, sobrevalorado de manera injustificada y premiado con desmesura por el Zinemaldia. Revisen si creen oportuno la hemeroteca y cotejen.
Ghobadi se sumó al carro del cine iraní cuando su mejor representante, Abbas Kiarostami, ya era saludado como un autor decisivo y cuando todavía no se había asumido que la aparición de una figura estelar en cualquier campo de la creación no significa que quienes poseen su misma nacionalidad gozan de sus cualidades y talento. Cuando desembarcó en San Sebastián con Turtles Can Fly (2004) llegaba precedido por su éxito en festivales como el de Cannes, Chicago, Edimburgo y Gijón; eventos todos ellos donde se premió A Time for Drunken Horses (2000). Hábil alquimista para envolver emociones con las que cautivar el público y el jurado de los festivales internacionales, siempre dispuestos a colaborar con los derechos humanos, siempre inclinados a apoyar a los más débiles, Ghobadhi empaqueta con el celofán de la denuncia obvia unos contenidos fílmicos más que discutibles.
No es que Ghobadhi no posea oficio. Sus obras anteriores ofrecen secuencias, imágenes y pasajes de evidente mérito. Pero si se leen en orden cronológico se apreciará una deriva fatal hacia un progresivo y espantoso amaneramiento. Cuanto mayor ha sido la proyección internacional y más los premios, más retórico y gratuito ha sido lo que este realizador se ha propuesto.
En Rhino Season, donde cuenta con el apadrinamiento de Martin Scorsese y dirige a una impresionante Monica Belluchi, Ghobadhi, libre de ataduras y sin freno, da rienda suelta a lo que en su anterior filme, también premiado aquí, Half Moon (2009), resultaba un tormento.
Para explicarlo nada mejor que evocar un plano vertebral y decisivo, un momento mágico en Rhino Season, donde se percibe lo mejor y lo peor de su estilo. Se trata de una secuencia llena de desasosiego cuando el villano de este relato de poetas puros, musas virginales y canallas al servicio de Jomeini, chupa y muerde el pintalabios de la mujer del poeta, la mujer de sus sueños.
La secuencia podría haberla filmado Luis Buñuel, incluso merecería haber sido engendrada por él. Y es que, en la espina dorsal del estilo de Ghobadhi, en lo más atractivo de su cine late una querencia por el surrealismo, por la realidad total, la soñada y la percibida, la que surge de la voz interior y la que creemos entrever en los mensajes públicos. Pero Buñuel, que mucho sabía del arte de escanciar lo mejor de los fluidos vitales, jamás hubiera dado por bueno ninguno de los demás planos de este filme que confunde poesía con ripio y sentimiento con afectación.
Lejos de seguir el consejo que hace dos días en este mismo escenario daba un Trueba, que tampoco se hace caso a sí mismo, sobre hacer de la humildad el único camino para rozar el arte, Ghobadhi que algo sabe de Antonioni y mucho copia de Angelopoulos, opta por el camino de Russell. No hay plano sin pretensiones de obra total ni paisaje que no acabe eclipsando la fuerza íntima en la que zozobran sus personajes. Ghobadhi confunde lo lírico con un anuncio de jabones y su película, cargante y hueca, pasa de lo político a lo íntimo como una parodia sin duende.
Ambientada en los sucesos de la caída del Sha y del advenimiento de la revolución islámica, su falta de objetividad y su incapacidad para penetrar en la realidad de los hechos convierte el filme de Ben Affleck, también ubicado en el mismo tiempo, en un modélico ejercicio de equidad y hondura. Pero, claro está, este cineasta que en el colmo de la soberbia se autohomenajea a sí mismo con tortugas que caen como gotas de lluvia y caballos que meten su cabeza en el coche del protagonista, posee un poder especial para seducir a jurados inocentes. Si por tercera vez consigue su objetivo en San Sebastián y sale premiado, el Zinemaldia batirá un récord de difícil alarde.
La pareja equivocada
Con sencillez y sin pretensión alguna apareció All Apologies, un filme basado en hechos reales cuyo desenlace final, resumido en un par de frases, redimensiona un relato resuelto sin estridencias. Su directora, la joven autora de Perfect Live, Emily Tang, resuelve con pulcritud una crónica de amores cruzados.
En esencia su historia habla de un arreglo de cuentas en el corazón de la China profunda, en plena eclosión entre la vida rural y el nacimiento de las modernas ciudades del presente. Sin embargo, lo que parece interesar de verdad a Emily Tang se centra en la difícil ecuación que plantea un argumento que, por sus circunstancias, resulta inconcebible entre nosotros.
El motor que pone en marcha el conflicto que suministra energía a All Apologies se sirve de un desgraciado y letal accidente de tráfico. La muerte de un niño enfrenta a sus progenitores con los hipotéticos responsables del mismo. Con una delicadeza absoluta, sin tratar de alterar ni mediatizar la sensibilidad del público, Tang desgrana un relato curioso sobre la manera de reparar una tragedia en medio de una sociedad en plena transformación.
Lo mejor del hacer de Tang anida en los pequeños gestos, en la convivencia imposible que plantea su argumento entre el padre del niño muerto y la esposa del responsable del accidente. Ahí y en el respeto con el que se soportan los principales protagonistas, en la sensación de vacío que ancla sus vidas pasadas y en el advenimiento de un sentimiento que jamás brotará hacia el exterior, se apuntala este bello y discreto trabajo. Demasiado sutil para llamar la atención, demasiado convencional como para destacar a corto plazo; demasiado pequeño como para no ser pasto del olvido.