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La maldición de Noé ó incertidumbre sobre la locura
Título Original: TAKE SHELTER Dirección y guión: Jeff Nichols Intérpretes: Michael Shannon, Jessica Chastain, Tova Stewart, Shea Whigham, Katy Mixon, Kathy Baker Nacionalidad: EE.UU. 2012 Duración: 118 minutos ESTRENO: Abril 2012
En los instantes postreros de Take Shelter, cuando adivinamos que el castillo de arena de la playa será engullido de manera inmisericorde, cuando las gotas de lluvia que caen están teñidas de la misma amenaza que durante tanto tiempo hemos visto acompañar a su principal protagonista, se hace inevitable acudir a algunos textos fílmicos de los últimos meses que se han abismado hacia la llamada del Apocalipsis. Y es que de manera ¿evidente? Take Shelter se precipita en sus últimos metros en ese interrogante que sostiene al Von Trier de Melancolía, al Malick de El árbol de la vida, e incluso al Bela Tarr de The Turin Horse. Hablamos del fin del mundo. La pregunta, de respuesta inabarcable en estas líneas, es ¿qué está pasando para que tantos cineastas se estremezcan con esa idea?
Antes de llegar a ese desenlace, encadenado a una obvia ambigüedad, será preciso recorrer paso a paso lo que habita en el segundo largometraje de Jeff Nichols. En su inicio todo apunta hacia la armonía. Una armonía imperfecta, sin duda, pero por ello mucho mas verosímil, más cercana y contagiosa. Un núcleo familiar compuesto por padre, madre e hija. Una pareja perfecta, apreciada por los amigos, aceptada por la comunidad, asentada en un modelo que aunque se sabe en crisis, las veladas o evidentes alusiones al dinero y a su falta ensombrecen el paisaje, ratifica que su calidad de vida es confortable. Ese hacer bien las cosas pronto dejará paso a un ceremonial de inquietantes señales. La hija sufre una severa sordera que podría ser curada con una intervención quirúrgica. El padre, cuya estabilidad emocional parece sólida, empieza a sufrir pesadillas, premoniciones que llevan angustia a una vida que siente amenazada.
Hay precedentes familiares; la esquizofrenia de una madre que permanece internada en la residencia. Jeff Nichols, con elementos mínimos y con una sobreactuación de Shannon cercana al Kinski del más desatado Herzog, mueve las piezas con la voluntad de tejer una red de ambivalencias que zarandee al público de su película.
Curtis, nombre del padre y protagonista del filme, aparece como una especie de profeta encadenado a sus premoniciones. Como un nuevo Noé, siente que una gigantesca tormenta asolará la tierra, su tierra. Y para protegerse construirá no un arca sino un refugio subterráneo, una isla para sobrevivir a una amenaza funesta. Ante sus ojos, el cielo habla. Nubes majestuosas transmiten señales de peligro, bandadas de pájaros se comportan de manera anómala y sus sueños, sus sueños le zarandean hasta provocarle pánico. ¿Loco o profeta? Esa es la cuestión que hábilmente maneja Nichols con simetrías con los cineastas antes citados pero con anclajes notables en el Shyamalan misántropo al que se asemeja la naturaleza de este filme claustrofóbico, elegante y astuto.
Hay un gesto de memento mori que acecha desde el mismo arranque este filme de atmósfera opresiva e incierta. Nichols, aupado en lo que considera una solvente ocurrencia argumental, ¿dónde está el límite entre la demencia y la clarividencia?, desdeña alimentar la trama argumental dando más densidad dramática a los personajes colaterales: el padre, el hermano, los amigos, … Eso refuerza lo obsesivo de su guión pero, sin buenos secundarios, las películas siempre resultan algo escasas.
En los instantes postreros de Take Shelter, cuando adivinamos que el castillo de arena de la playa será engullido de manera inmisericorde, cuando las gotas de lluvia que caen están teñidas de la misma amenaza que durante tanto tiempo hemos visto acompañar a su principal protagonista, se hace inevitable acudir a algunos textos fílmicos de los últimos meses que se han abismado hacia la llamada del Apocalipsis. Y es que de manera ¿evidente? Take Shelter se precipita en sus últimos metros en ese interrogante que sostiene al Von Trier de Melancolía, al Malick de El árbol de la vida, e incluso al Bela Tarr de The Turin Horse. Hablamos del fin del mundo. La pregunta, de respuesta inabarcable en estas líneas, es ¿qué está pasando para que tantos cineastas se estremezcan con esa idea?
Antes de llegar a ese desenlace, encadenado a una obvia ambigüedad, será preciso recorrer paso a paso lo que habita en el segundo largometraje de Jeff Nichols. En su inicio todo apunta hacia la armonía. Una armonía imperfecta, sin duda, pero por ello mucho mas verosímil, más cercana y contagiosa. Un núcleo familiar compuesto por padre, madre e hija. Una pareja perfecta, apreciada por los amigos, aceptada por la comunidad, asentada en un modelo que aunque se sabe en crisis, las veladas o evidentes alusiones al dinero y a su falta ensombrecen el paisaje, ratifica que su calidad de vida es confortable. Ese hacer bien las cosas pronto dejará paso a un ceremonial de inquietantes señales. La hija sufre una severa sordera que podría ser curada con una intervención quirúrgica. El padre, cuya estabilidad emocional parece sólida, empieza a sufrir pesadillas, premoniciones que llevan angustia a una vida que siente amenazada.
Hay precedentes familiares; la esquizofrenia de una madre que permanece internada en la residencia. Jeff Nichols, con elementos mínimos y con una sobreactuación de Shannon cercana al Kinski del más desatado Herzog, mueve las piezas con la voluntad de tejer una red de ambivalencias que zarandee al público de su película.
Curtis, nombre del padre y protagonista del filme, aparece como una especie de profeta encadenado a sus premoniciones. Como un nuevo Noé, siente que una gigantesca tormenta asolará la tierra, su tierra. Y para protegerse construirá no un arca sino un refugio subterráneo, una isla para sobrevivir a una amenaza funesta. Ante sus ojos, el cielo habla. Nubes majestuosas transmiten señales de peligro, bandadas de pájaros se comportan de manera anómala y sus sueños, sus sueños le zarandean hasta provocarle pánico. ¿Loco o profeta? Esa es la cuestión que hábilmente maneja Nichols con simetrías con los cineastas antes citados pero con anclajes notables en el Shyamalan misántropo al que se asemeja la naturaleza de este filme claustrofóbico, elegante y astuto.
Hay un gesto de memento mori que acecha desde el mismo arranque este filme de atmósfera opresiva e incierta. Nichols, aupado en lo que considera una solvente ocurrencia argumental, ¿dónde está el límite entre la demencia y la clarividencia?, desdeña alimentar la trama argumental dando más densidad dramática a los personajes colaterales: el padre, el hermano, los amigos, … Eso refuerza lo obsesivo de su guión pero, sin buenos secundarios, las películas siempre resultan algo escasas.