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La semilla malignaTitulo Original: WE NEED TO TALK ABOUT KEVIN Dirección: Lynne Ramsay Guión: Lynne Ramsay y Rory Kinnear; según la obra de Lionel Shriver Intérpretes: Tilda Swinton, John C. Reilly, Ezra Miller, Siobhan Fallon, Ursula Parker, Jasper Newell y Rocky Duer Nacionalidad: EE.UU. y Reino Unido. 2011 Duración: 112 minutos ESTRENO: Marzo 2012
El último diálogo que sostiene Eva, la madre, (Tilda Swinton) con Kevin, el hijo, (Ezra Miller) encierra una respuesta cuyo significado traspasa el umbral de la representación. Kevin responde al porqué de su conducta diciendo: “antes creía saberlo, ahora lo ignoro”. Lynne Ramsay, co-autora del guión y directora de este filme, quizás diría lo mismo si se le preguntara por qué ha rodado esta película. El cómo no admite dudas. Lynne Ramsay actúa como una cineasta de su tiempo, tiempo de posmodernidad y deconstrucción. Acorde con ello, Tenemos que hablar de Kevin se edifica sobre una estructura rota en donde la cronología del relato se deshace y rehace como un puzzle al que se suministran piezas en desorden, poco a poco. Este proceso potencia el suspense, pero corroe la coherencia dramática de los personajes y re(con)duce su esencia a un tartamudeante álbum de gestos.
Ramsay puede ser explicada con la partitura de Tarantino como modelo. Como el autor de Kill Bill, utiliza con brillantez la banda sonora y no oculta las fuentes de las que ha bebido. Entre otras, de Gus van Sant. Su Kevin va de Elephant a Paranoid Park y, sin duda, algunos Kevin habitan en esos títulos. Pero la cuestión de este filme no es el cómo sino el por qué. Vemos que Ramsay escribe bien los planos, cuida los encuadres y domina una paleta cromática de simbolismo obvio, pero bien definido. Su Eva, como la Lady Macbeth de Kurosawa, trata de borrar febrilmente ese color rojo que tiñe sus manos. Frota y se refrota en un vaivén con el que Ramsay recompone la cartografía del paisaje de un asesino. ¿Es posible detectar el gen de la maldad a través de un muestrario biográfico?
Si este Kevin hubiera nacido bajo el filtro del cine de terror, su retrato tendría una lógica interna rocosa, inquietante, simbólica. Pero Ramsay apuesta por un naturalismo contemporáneo, una suerte de realismo distanciado que trata de comprender a partir de la acumulación de pequeños detalles. Con ellos se asiste a secuencias inspiradas en una escalada que se llena de sombras, sombras que no pueden ocultar las grietas de su artificio. Si Ramsay creía poder escrutar y comprender la naturaleza de un asesino, su filme subraya la impotencia de su esfuerzo y lo condena a ahogarse en el vacío.
El último diálogo que sostiene Eva, la madre, (Tilda Swinton) con Kevin, el hijo, (Ezra Miller) encierra una respuesta cuyo significado traspasa el umbral de la representación. Kevin responde al porqué de su conducta diciendo: “antes creía saberlo, ahora lo ignoro”. Lynne Ramsay, co-autora del guión y directora de este filme, quizás diría lo mismo si se le preguntara por qué ha rodado esta película. El cómo no admite dudas. Lynne Ramsay actúa como una cineasta de su tiempo, tiempo de posmodernidad y deconstrucción. Acorde con ello, Tenemos que hablar de Kevin se edifica sobre una estructura rota en donde la cronología del relato se deshace y rehace como un puzzle al que se suministran piezas en desorden, poco a poco. Este proceso potencia el suspense, pero corroe la coherencia dramática de los personajes y re(con)duce su esencia a un tartamudeante álbum de gestos.
Ramsay puede ser explicada con la partitura de Tarantino como modelo. Como el autor de Kill Bill, utiliza con brillantez la banda sonora y no oculta las fuentes de las que ha bebido. Entre otras, de Gus van Sant. Su Kevin va de Elephant a Paranoid Park y, sin duda, algunos Kevin habitan en esos títulos. Pero la cuestión de este filme no es el cómo sino el por qué. Vemos que Ramsay escribe bien los planos, cuida los encuadres y domina una paleta cromática de simbolismo obvio, pero bien definido. Su Eva, como la Lady Macbeth de Kurosawa, trata de borrar febrilmente ese color rojo que tiñe sus manos. Frota y se refrota en un vaivén con el que Ramsay recompone la cartografía del paisaje de un asesino. ¿Es posible detectar el gen de la maldad a través de un muestrario biográfico?
Si este Kevin hubiera nacido bajo el filtro del cine de terror, su retrato tendría una lógica interna rocosa, inquietante, simbólica. Pero Ramsay apuesta por un naturalismo contemporáneo, una suerte de realismo distanciado que trata de comprender a partir de la acumulación de pequeños detalles. Con ellos se asiste a secuencias inspiradas en una escalada que se llena de sombras, sombras que no pueden ocultar las grietas de su artificio. Si Ramsay creía poder escrutar y comprender la naturaleza de un asesino, su filme subraya la impotencia de su esfuerzo y lo condena a ahogarse en el vacío.