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La Hammer renace con nuevos relatos góticos para el siglo XXI
Título Original: LA MUJER DE NEGRO Dirección: James Watkins Guión: Jane Goldman; según la novela de Susan Hill Intérpretes: Daniel Radcliffe, Ciarán Hinds, Janet McTeer y Liz White Nacionalidad: Canadá y Suecia y Gran Bretaña 2012 Duración: 110 minutos ESTRENO: Febrero 2012
En el preámbulo, cuando todavía el espectador no sabe con seguridad si ha comenzado la película, un primer plano muestra el gesto de inclinación de una tetera sobre una taza. Un gesto rutinario de una ceremonia mil veces vista. Los dibujos de la cerámica remiten al mundo anglosajón. Podría ser las cinco de la tarde en el inicio de una reunión de viejas amigas británicas que se disponen a libar un antídoto benigno contra dolores del tiempo y la nostalgia. Sin embargo, la tetera nada vierte. Pero, al mismo tiempo, nada delata asombro en la mano que la dirige. Al contrario, de manera inmediata, vuelve a repetir la operación y de nuevo con el mismo resultado. No cae nada. Entonces el plano se abre y la percepción visual del espectador comprende que ha sido víctima de un espejismo, una ilusión traidora que se sirve del engaño de las escalas. Se trata de tazas de juguete, utensilios de una repetición infantil que imita al mundo adulto. Tres niñas vestidas de blanco ofrecen un té imaginario a sus muñecas. De repente, como una coreografía macabra, las tres se mueven al unísono con el gesto perdido. Las tres con sincronía letal se abisman hacia el vacio y se arrojan.
¿Un filme japonés? No. Una nueva entrega de la recién recompuesta Hammer, una compañía mítica que fabricó las peores pesadillas de terror de los años 50 y con ellas, en ellas, algunas de las más bizarras e inolvidables películas de lo que con suficiencia despectiva se etiquetó también como serie B. Pero volvamos a La mujer de negro. Diez minutos después de la escena comentada, cuando el protagonista encarnado por Daniel Radcliffe, el actor que durante años fue Harry Potter, se ve hospedado en esa habitación, el espectador es prevenido de que el filme acaba de llegar al origen del enigma.
En realidad allí arrancarán sus temores más hondos: del escenario donde tres niñas vírgenes vestidas de blanco murieron para saciar la sed de venganza de una mujer de ropas negras.Basado en una novela de Susan Hill editada en 1983, una clásica y académica historia de fantasmas a la británica, La mujer de negro en su adaptación al cine se comporta como una modélica incursión en un ¿renacer? del cine gótico con los estilemas de las aportaciones orientales de los años 90. James Watkins (Eden Lake) como demostró en su anterior película mostrada en Sitges, se toma muy en serio la tarea. Se compromete con lo que narra y muestra un punto de equilibrio, un pulso firme para evitar despeñarse por el camino de la truculencia, el exceso o la pedantería.
Al mismo tiempo, en La mujer de negro resuenan campanadas de todas las medianoches del ese cine de terror que se recuerda. Su texto primigenio se sabe deudor de obras míticas y su puesta en escena lo ratifica. Pero James Watkins no se conforma con resolver con corrección lo que relata. Hay en todos y cada uno de sus fotogramas un deseo de dignificar el género, una actitud de encontrar belleza, sugerencia y fascinación en un relato que no por ortodoxo y canónico renuncia a cultivar su secreto singular y su quiebro interior capaz de atar el suspense con la sorpresa. Se ha visto en La mujer de negro parecida actitud a la que sustentó los trabajos de Amenábar, Los otros, y Bayona, El orfanato. Y ciertamente en La mujer de negro como en las obras citadas, se acumula el peso de la tradición gótica y el influjo del cine actual. Desde ese universo japonés poblado por fantasmas y suicidios al claustrofóbico universo del Shyamalan se extiende una preocupación universal que ya habitaba en la literatura romántica: una pulsión irreprimible hacia un mundo de sombras donde habitan el miedo, la muerte y la culpa.
¿Un filme japonés? No. Una nueva entrega de la recién recompuesta Hammer, una compañía mítica que fabricó las peores pesadillas de terror de los años 50 y con ellas, en ellas, algunas de las más bizarras e inolvidables películas de lo que con suficiencia despectiva se etiquetó también como serie B. Pero volvamos a La mujer de negro. Diez minutos después de la escena comentada, cuando el protagonista encarnado por Daniel Radcliffe, el actor que durante años fue Harry Potter, se ve hospedado en esa habitación, el espectador es prevenido de que el filme acaba de llegar al origen del enigma.
En realidad allí arrancarán sus temores más hondos: del escenario donde tres niñas vírgenes vestidas de blanco murieron para saciar la sed de venganza de una mujer de ropas negras.Basado en una novela de Susan Hill editada en 1983, una clásica y académica historia de fantasmas a la británica, La mujer de negro en su adaptación al cine se comporta como una modélica incursión en un ¿renacer? del cine gótico con los estilemas de las aportaciones orientales de los años 90. James Watkins (Eden Lake) como demostró en su anterior película mostrada en Sitges, se toma muy en serio la tarea. Se compromete con lo que narra y muestra un punto de equilibrio, un pulso firme para evitar despeñarse por el camino de la truculencia, el exceso o la pedantería.
Al mismo tiempo, en La mujer de negro resuenan campanadas de todas las medianoches del ese cine de terror que se recuerda. Su texto primigenio se sabe deudor de obras míticas y su puesta en escena lo ratifica. Pero James Watkins no se conforma con resolver con corrección lo que relata. Hay en todos y cada uno de sus fotogramas un deseo de dignificar el género, una actitud de encontrar belleza, sugerencia y fascinación en un relato que no por ortodoxo y canónico renuncia a cultivar su secreto singular y su quiebro interior capaz de atar el suspense con la sorpresa. Se ha visto en La mujer de negro parecida actitud a la que sustentó los trabajos de Amenábar, Los otros, y Bayona, El orfanato. Y ciertamente en La mujer de negro como en las obras citadas, se acumula el peso de la tradición gótica y el influjo del cine actual. Desde ese universo japonés poblado por fantasmas y suicidios al claustrofóbico universo del Shyamalan se extiende una preocupación universal que ya habitaba en la literatura romántica: una pulsión irreprimible hacia un mundo de sombras donde habitan el miedo, la muerte y la culpa.