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La pesada cruz del determinismo Título Original: NEDS Dirección y guión: Peter Mullan Intérpretes: Conor McCarron, Gregg Forrest, Joe Szula, Mhairi Anderson, Gary Milligan y John Joe Hay Nacionalidad: Reino Unido, Francia e Italia. 2010 Duración: 124 minutos ESTRENO: Diciembre 2010
El cine de Peter Mullan aparece anclado al poso y al peso de Ken Loach, un director con el que Mullan comparte preocupaciones, amistad y trabajo. Sin embargo, sin desmerecer la influencia que el autor de Tierra y Libertad ejerce sobre el excelente actor escocés, ahora (re)convertido en notable director; Mullan da síntomas en Neds de que está elaborando un universo personal. Digamos que, filme a filme, se aleja del hacer de su “mentor”. Esa actitud “personal” encierra una doble acepción. De un lado se refiere al hecho de que en Neds hay marcados préstamos autobiográficos: el contexto temporal y geográfico, la figura paterna y el discurso social por ejemplo. Del otro, se alude a que, a partir de ese realismo beligerante que encabeza Loach, Mullan deriva hacia un territorio menos previsible y lógico. Está dispuesto a contaminarse con lo fantástico o, en palabras del propio Mullan, a desvanecerse en una suerte de impresionismo. Esa es su manera de reivindicar su ruptura con la servidumbre realista.
En Neds hay, al menos, tres irrupciones que resquebrajan esas cadenas con la tiranía de lo tangible. La primera apenas lo parece, aunque lo rompa. Corresponde al primer aviso que recibe John, el joven protagonista del filme, sobre la deuda del origen y la imposibilidad de escapar a su destino. Un joven encapuchado le mete el miedo en el cuerpo y pulveriza el sueño de felicidad que le embarga al buen estudiante que hasta entonces ha sido. La segunda ruptura entra de lleno en la alucinación religiosa, en el delirio de la conciencia y la represión. Asume la figura de ese Cristo del madero siempre dolorido, siempre martirizado al que Mullan (re)presenta como un puro desplazamiento de lo que el padre de John representa. La tercera, corresponde al retorno a la naturaleza salvaje, al epílogo simbólico por el que John, un trasunto del propio Peter Mullan, termina en medio de un grupo de fieras salvajes y al lado de un alter ego estúpido y al que, a su pesar, permanece significativamente atado.
Así de crudo, así de inflexible, con una total falta de horizontes salvíficos para un hecho que se nutre de excelentes actitudes. Con ellas Neds arrasó en el pasado Festival de San Sebastián cuando, a priori, nadie había reparado en lo que Mullan había hecho. Se trata de virtudes que, al margen del alegato de su texto fílmico, descansan en la sobresaliente capacidad de Mullan para elegir/dirigir a los actores. No fueron inocentes sus palabras cuando recogió la Concha de Oro en Donostia y recordó cómo años antes nadie premió su trabajo por La señorita Julia. Ahora, vino a decir -sin que muchos lo entiendiesen-, un joven sin ninguna experiencia actoral dirigido por ese actor que en su día había sido ninguneado, ganaba el premio al mejor intérprete en una demostración paradójica de la falta de un verdadero análisis crítico por parte del jurado.
Al margen de fallos, si Mullan extrae oro de sus actores, no se queda con la ganga a la hora de componer secuencias llenas de verosimilitud y potencia. Pocas veces nos ha sido dado percibir y sentir el aliento callejero de la Gran Bretaña de los años 70, de los arrabales de bandas juveniles y violencia de clase como en este filme tan desquiciado. Eso, Mullan, lo conoce bien. Y eso sostiene en pie un filme que incurre en algún gesto simplista, presidido por el deseo didáctico de dibujar toda la cartografía social de un tiempo y un país en el que quien nacía en un barrio, moría en él. Eso encierra Neds, los ecos y reflejos de un campo de batalla donde se alumbró el No Future. Una edad sin inocencia que vio desvanecer los sueños de bienestar del laborismo británico. De todo eso y con aires de fatalidad, sabe y habla bien, Neds.