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Retrofuturo de acné y delirio Título Original: FRANKLYN Dirección: Gerald McMorrow Intérpretes: Eva Green, Ryan Phillippe, Sam Riley, Bernard Hill, James Faulkner, Stephen Walters y Susannah York Nacionalidad: Reino Unido, Francia. 2008 Duración: 98 minutos. ESTRENO: Diciembre 2010
El tema sustancial de Franklyn, la base conceptual que impregna lo “que quiere decir”, descansa en una idea exaltada, iluminada y juvenil del suicidio. En Franklyn, confuso (mezclado, revuelto, desconcertado) y difuso (vago e impreciso) filme que mezcla el retrofuturismo con la distopía, todo transmite una sensación desvaída de déjà vu, como una mala copia llena de fervor hormonal. El suicidio, que atraviesa la idea decisiva que mueve esta oscura parábola, no emana del resultado de un dolor existencial, no tapa un vacío afectivo ni crece a partir de un gesto racional tomado al final del camino. La idea de quitarse la vida, que aquí se pone en juego, supura extravíos de pubertad. En consecuencia Franklyn puede verse como la escenificación del espejismo adolescente que sacude la cara oscura del entramado psíquico, cuando éste todavía no ha madurado.
Dicho de otro modo, en esa exaltación constante al romanticismo que motiva de principio a final esta historia, subyace la fascinación que la pulsión de muerte sacude la libido de quien cree amar como nadie y sufrir más que ninguno. O sea, aquí se impone la inmadurez por todos los lados. Lados que, por otra parte, no ocultan su vocación de asaltantes de monumentos ajenos. Gerald McMorrow, el debutante británico que escribe y dirige Franklyn, saquea como un consumado Jack Sparrow a buena parte de los mejores títulos del género fantástico de los últimos años.
Para quien esto escribe, especialmente vulnerable al género fantástico, altamente permeable a la ciencia ficción y amigo del experimento, Franklyn representa el mayor de los extravíos. McMorrow, armado del furor creativo que asume como propio lo que en realidad toma prestado, se manifiesta como un buen espectador posmoderno. Los ecos de Memento, de Matrix, de Dark City, del anime japonés y de tantos y tantos títulos de los últimos años, se entrelazan en un desafinado coro carente de (id)entidad.
McMorrow confunde complejidad con desatino, transcendencia con aburrimiento y pertinencia con capricho. De modo que al final de Franklyn apenas cabe rescatar la presencia estimulante y camaleónica de Eva Green, un puñado de impactantes imágenes, aunque escasamente originales, y la certeza de que con este director ninguna orquesta hubiera funcionado.
Articulada en dos espacios, la llamada ciudad intermedia y el Londres contemporáneo, la materia de la que está construida su alma argumental cree saber de la esquizofrenia y balbucea un ensayo sobre los laberintos de la mente. La mayor aportación de Franklyn reside en revalorizar aquellos títulos a los que atraca y revelar que el cine de género cuando alcanza la excelencia siempre se debe a la presencia de un gran autor.
No basta con repetir la fórmula del Ridley Scott de Blade Runner, o sea mezclar el noir con la ciencia ficción, ensamblar a Chandler con Bradbuy. Para fundir se necesita comprender el fundamento de lo que se mezcla y McMorrow no encuentra jamás ese punto de equilibrio necesario.
Tampoco ayuda el doblaje. Por eso oir referirse a “el culebras” lo que en su idioma original sería “snake” recuerda que la estrecha vinculación entre el significante y el significado connota cierto sentido, cierto ritmo y hasta cierto verismo suplementario. Aquí ese suplemento juega en su contra. De hecho, más allá de su confusa verbalización, lo que más daño hace a Franklyn reside en la falta de credibilidad de sus intérpretes y en esa desganada cascada de diálogos sostenidos por personajes que parecen recitar sus textos, incapaces de saber hacia dónde les conducen. Van camino del desastre sin suspense, sin tensión y sin tino.