Nuestra puntuación
Aita de José María de Orbe propone una fascinante incursión por el Arte y John Sayles naufraga con Amigo, un filme ambientado en las Filipinas de 1900
Tras la sensación de desfallecimiento que provocó el último filme de Naomi Kawase;, un veterano muy querido en Donostia, John Sayles se hundió ayer de dolorosa manera con Amigo, un desestructurado filme impropio de un cineasta que ha dirigido 17 largometrajes y que pasa por ser uno de los más cabales guionistas del cine norteamericano. Con Sayles seriamente tocado, el peso de la jornada recayó en José María de Orbe y su sólido poema audiovisual lleno de belleza y sentido del equilibrio. Dedicado a su propio hijo, Aita es una exaltación intimista sobre la herencia familiar, la figura del padre y el peso de la historia, el Arte y la memoria.
Resulta incomprensible lo que John Sayles ha hecho con Amigo. Ambientada en plena descomposición del imperio colonial español, Sayles ha tenido la feliz ocurrencia de ahondar en un pasaje escasamente reflejado por el cine aunque hace sesenta cinco años diera lugar al emblemático filme, Los últimos de Filipinas donde sonaba aquello de “Yo te diré…” Sin embargo, la historia que Amigo relata dice muy poco, apenas nada. Hay muy poco cine en ese cuadro convencional sobre la guerra colonial filipina. El escenario que Sayles evoca se reviste con los ropajes de un serial televisivo. En Amigo,la evidencia de que el contexto no es sino pretexto, abruma.
Sayles no está motivado por el rigor de la Historia. Utiliza ese episodio periférico del comienzo del siglo XX, para recrear una partida de ajedrez entre un ejército invasor fuertemente pertrechado y un país conquistado que trata de defenderse con una de las pocas aportaciones del castellano al acervo internacional, la guerrilla. Sayles, que ha sabido construir conflictos bélicos de manera rigurosa, Hombres armados; y que se ha movido con destreza y brillantez en ese western crepuscular que es Lone Star, se pierde en las torrenciales lluvias tropicales de Filipinas. El tono didáctico y aleccionador del filme, con cuyo sentido último cabría converger, se rompe ante el hieratismo interpretativo de los actores y la torpeza de unos diálogos recitados sin convicción. Si hace un par de años, Honeydripper daba muestra de una cierta autocomplacencia reparada en parte por la fuerza del complemento musical y la espontaneidad de los actores, en Amigo nada ni nadie aparece para insuflar un mínimo de atractivo a un filme del que no cabe recordar apenas nada.
Resulta incomprensible lo que John Sayles ha hecho con Amigo. Ambientada en plena descomposición del imperio colonial español, Sayles ha tenido la feliz ocurrencia de ahondar en un pasaje escasamente reflejado por el cine aunque hace sesenta cinco años diera lugar al emblemático filme, Los últimos de Filipinas donde sonaba aquello de “Yo te diré…” Sin embargo, la historia que Amigo relata dice muy poco, apenas nada. Hay muy poco cine en ese cuadro convencional sobre la guerra colonial filipina. El escenario que Sayles evoca se reviste con los ropajes de un serial televisivo. En Amigo,la evidencia de que el contexto no es sino pretexto, abruma.
Sayles no está motivado por el rigor de la Historia. Utiliza ese episodio periférico del comienzo del siglo XX, para recrear una partida de ajedrez entre un ejército invasor fuertemente pertrechado y un país conquistado que trata de defenderse con una de las pocas aportaciones del castellano al acervo internacional, la guerrilla. Sayles, que ha sabido construir conflictos bélicos de manera rigurosa, Hombres armados; y que se ha movido con destreza y brillantez en ese western crepuscular que es Lone Star, se pierde en las torrenciales lluvias tropicales de Filipinas. El tono didáctico y aleccionador del filme, con cuyo sentido último cabría converger, se rompe ante el hieratismo interpretativo de los actores y la torpeza de unos diálogos recitados sin convicción. Si hace un par de años, Honeydripper daba muestra de una cierta autocomplacencia reparada en parte por la fuerza del complemento musical y la espontaneidad de los actores, en Amigo nada ni nadie aparece para insuflar un mínimo de atractivo a un filme del que no cabe recordar apenas nada.
Aita de José María de Orbe
De la Historia, la vida y la casa paterna
En un momento de Aita, cuando el espectador ya se ha familiarizado con lo que en ella se almacena, uno de los dos principales personajes formula la razón nuclear sobre la que gira el filme de José María de Orbe: el paso del tiempo y su percepción relativa. Dicho de otro modo, lo que se afirma es que: sesenta minutos no significan lo mismo para un elefante que para una mariposa. Esa tensión dialéctica entre la vida de un ser humano y la Historia de la humanidad es lo que hace vibrar este retorno del autor de Aita a la casa familiar, a la figura del padre y al origen de la expresión artística.
Aita supone una propuesta fílmica férreamente sólida. De principio a fin su estructura resulta inatacable desde su coherencia interna, desde la rotundidad de su ritmo y desde el impacto emocional de su poesía plástica. No se discute que su apuesta por ese cine autoral, construido fuera de las convenciones y ajena a los cánones de la representación, facilita la libertad interior de la que goza. Se mide consigo mismo y en ese caminar por caminos no establecidos juega con ventaja. Podrá gustar o no, pero Aita representa un pequeño regalo fílmico cuya mayor debilidad reside en que se sabe hija de su tiempo y, en consecuencia, no sabe/puede ocultar que percibamos sus nutrientes como demasiado próximos, demasiados reconocibles, demasiados repetidos en estos tiempos que nos ocupan.
Con ellos y pese a ellos, Orbe propone un filme con una única protagonista: la casa-palacio de la familia; el hogar del padre y la tierra donde descansan los ancestros. Durante tres años, Orbe recorrió “su” caserón asediado por la hiedra, malherido por los años, saqueado por los chavales de la vecindad y horadado por los arqueólogos que buscan poder oír lo que los huesos hablan.
Orbe ha escrito Aita a partir de la experiencia y a través de un pormenorizado proceso de recogida de imágenes y de palabras, de anécdotas y de azares. En el lugar de los hechos, con paciencia y objetivos, Aita se ha (re)escrito sobre la marcha. En ese viaje de experiencia, dos personajes principales sirven de contrapunto a la mirada abstracta de Orbe: el cura de la iglesia y el viejo guardia que vigila la casa. Una suerte de dueto psicológicamente enfrentado. Uno se encarga de las cuestiones del alma y el otro, de las propiedades terrenas. De su mano, Orbe nos devuelve a la tierra en un ir y venir; un juego de ritmos que oscila entre la abstracción lírica y la confrontación con la vida cotidiana.
Sin el camino abierto por gentes como Costa, Guerín, Rosales e incluso el mismísimo Iván Zulueta, Orbe probablemente no hubiera llegado hasta aquí. Pero es que los préstamos que resuenan en esa casa paterna descansan en una basta biblioteca. Ese cúmulo referencial reivindica la necesidad de mirar despacio para ver con hondura. Bajo la sensación de que la Historia camina sin prisas y de que apenas pasa nada, Aita se mueve con la pretensión de arrastrar tras de sí todo el peso del pasado. La historia particular, la de la familia, y herencia cultural, la del mundo. El mundo en una casa y la vida como un baile de sombras y fantasmas; eso es Aita.
Es evidente que Aita, cine de bajo presupuesto y de construcción artesanal, ha sido asumida desde una ambición artística de alta intensidad. Por sus entrañas transitan decenas de cineastas como los ya apuntados pero también artistas, pintores, escritores y escultores en una lista inabarcable. A todos ellos y a muchos más se encomienda Orbe en un ejercicio frío y geométricamente medido para imprimir una extraordinaria densidad a esta ligera y nada improvisada película.
Aita supone una propuesta fílmica férreamente sólida. De principio a fin su estructura resulta inatacable desde su coherencia interna, desde la rotundidad de su ritmo y desde el impacto emocional de su poesía plástica. No se discute que su apuesta por ese cine autoral, construido fuera de las convenciones y ajena a los cánones de la representación, facilita la libertad interior de la que goza. Se mide consigo mismo y en ese caminar por caminos no establecidos juega con ventaja. Podrá gustar o no, pero Aita representa un pequeño regalo fílmico cuya mayor debilidad reside en que se sabe hija de su tiempo y, en consecuencia, no sabe/puede ocultar que percibamos sus nutrientes como demasiado próximos, demasiados reconocibles, demasiados repetidos en estos tiempos que nos ocupan.
Con ellos y pese a ellos, Orbe propone un filme con una única protagonista: la casa-palacio de la familia; el hogar del padre y la tierra donde descansan los ancestros. Durante tres años, Orbe recorrió “su” caserón asediado por la hiedra, malherido por los años, saqueado por los chavales de la vecindad y horadado por los arqueólogos que buscan poder oír lo que los huesos hablan.
Orbe ha escrito Aita a partir de la experiencia y a través de un pormenorizado proceso de recogida de imágenes y de palabras, de anécdotas y de azares. En el lugar de los hechos, con paciencia y objetivos, Aita se ha (re)escrito sobre la marcha. En ese viaje de experiencia, dos personajes principales sirven de contrapunto a la mirada abstracta de Orbe: el cura de la iglesia y el viejo guardia que vigila la casa. Una suerte de dueto psicológicamente enfrentado. Uno se encarga de las cuestiones del alma y el otro, de las propiedades terrenas. De su mano, Orbe nos devuelve a la tierra en un ir y venir; un juego de ritmos que oscila entre la abstracción lírica y la confrontación con la vida cotidiana.
Sin el camino abierto por gentes como Costa, Guerín, Rosales e incluso el mismísimo Iván Zulueta, Orbe probablemente no hubiera llegado hasta aquí. Pero es que los préstamos que resuenan en esa casa paterna descansan en una basta biblioteca. Ese cúmulo referencial reivindica la necesidad de mirar despacio para ver con hondura. Bajo la sensación de que la Historia camina sin prisas y de que apenas pasa nada, Aita se mueve con la pretensión de arrastrar tras de sí todo el peso del pasado. La historia particular, la de la familia, y herencia cultural, la del mundo. El mundo en una casa y la vida como un baile de sombras y fantasmas; eso es Aita.
Es evidente que Aita, cine de bajo presupuesto y de construcción artesanal, ha sido asumida desde una ambición artística de alta intensidad. Por sus entrañas transitan decenas de cineastas como los ya apuntados pero también artistas, pintores, escritores y escultores en una lista inabarcable. A todos ellos y a muchos más se encomienda Orbe en un ejercicio frío y geométricamente medido para imprimir una extraordinaria densidad a esta ligera y nada improvisada película.