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Cine de vida y muerte
Pa negre, de Agustí Villaronga, ofrece el demoledor proceso de la muerte de la inocencia al tiempo que Genpin, de Naomi Kawase, esboza un canto maternal
Pa negre, de Agustí Villaronga, ofrece el demoledor proceso de la muerte de la inocencia al tiempo que Genpin, de Naomi Kawase, esboza un canto maternal
El día fue de alumbramientos y deslumbramientos. De promesas incumplidas y de esperanzas reencontradas. Como en las grandes citas, la de ayer presentaba un cartel de prestigio. Era un gran cartel que preludiaba un día de fiesta. Lo fue, pero menos brillante y con más tropiezos que lo que prometía el historial de los dos cineastas a concurso.
Empecemos con Pa negre, el filme de Agustí Villaronga, un cineasta ninguneado en el panorama del cine español y del que no se conoce ni una sola película sin interés. En todo su cine siempre resulta perceptible la huella de su autoría. Y es que Villaronga se mueve siempre por caminos fronterizos, en esa muga abisal en la que el cine de género convive con el cine personal. Es un cineasta extraño como lo fue Fernando Fernán Gómez o como todavía lo sigue siendo José Luis Borau. Como a ellos, a Villaronga se le concede poco crédito económico en un país de quejosos caraduras. Expliquemos que Pa negre nació como un filme de encargo, es un proyecto de productor que Villaronga acepta. Y como Villaronga es un hombre honesto, acepta y se roza, se deja las entrañas en un filme terrible que a partir de los textos de Emili Teixidor, explota en secuencias que sólo un verdadero director como él puede idear.
El filme transcurre entre un mazazo escalofriante, uno de los arranques más terroríficos del cine español de toda su historia, y un suspiro criminal. Con el primero se asiste a un asesinato feroz capaz de competir en demoledora intensidad con el Old Boy de Park Chan-wook. Con el segundo, en los instantes finales de la película, se nos invita a una muerte simbólica, la de una madre negada por el vaho que deja un aliento de impiedad en el cristal de una ventana. Si Pa negro hubiera podido permanecer fiel al poderío salvaje de su arranque o a la perversa moraleja de su final, estaríamos hablando de una película inmensa. No lo es y eso ocurre porque en su estructura interna hay un lastre, un encadenamiento a ese formato de costumbrismo y aldea tan común en una parte del cine español.
Relata el propio Villaronga que, perturbado por la desgarradora secuencia inicial, decidió introducir otro título para preparar el camino al público haciéndole saber que ese tono de thriller rural conjurado con una belleza cruel, no iba a ser el verdadero tono de la película. Dicho de otro modo, esa es la forma expresa que tiene Villaronga de decir que en esta obra habitan dos películas. Con las dos se complementa una moraleja final: la debilidad de los padres, sus pecados y cobardías, alimentan a la bestia que habita en las entrañas de sus hijos.
Con esa obsesión clavada en la frente, Pa negre edifica el proceso de aniquilación de una mirada inocente. Villaronga hace abstracción del tiempo y del lugar. Estamos en la España en la que todavía humean los restos de la Guerra Civil pero podríamos estar en cualquier otra parte, en cualquier otro tiempo. Lo importante es el misterio y la miseria que circunda a una sociedad manchada de sangre y culpa. Y en ese escenario, cuando Villaronga conduce su filme hacia El corazón del bosque, la película se multiplica. Cuando la balanza se inclina hacia Secretos del corazón, Pa negre se reseca sin remedio.
Empecemos con Pa negre, el filme de Agustí Villaronga, un cineasta ninguneado en el panorama del cine español y del que no se conoce ni una sola película sin interés. En todo su cine siempre resulta perceptible la huella de su autoría. Y es que Villaronga se mueve siempre por caminos fronterizos, en esa muga abisal en la que el cine de género convive con el cine personal. Es un cineasta extraño como lo fue Fernando Fernán Gómez o como todavía lo sigue siendo José Luis Borau. Como a ellos, a Villaronga se le concede poco crédito económico en un país de quejosos caraduras. Expliquemos que Pa negre nació como un filme de encargo, es un proyecto de productor que Villaronga acepta. Y como Villaronga es un hombre honesto, acepta y se roza, se deja las entrañas en un filme terrible que a partir de los textos de Emili Teixidor, explota en secuencias que sólo un verdadero director como él puede idear.
El filme transcurre entre un mazazo escalofriante, uno de los arranques más terroríficos del cine español de toda su historia, y un suspiro criminal. Con el primero se asiste a un asesinato feroz capaz de competir en demoledora intensidad con el Old Boy de Park Chan-wook. Con el segundo, en los instantes finales de la película, se nos invita a una muerte simbólica, la de una madre negada por el vaho que deja un aliento de impiedad en el cristal de una ventana. Si Pa negro hubiera podido permanecer fiel al poderío salvaje de su arranque o a la perversa moraleja de su final, estaríamos hablando de una película inmensa. No lo es y eso ocurre porque en su estructura interna hay un lastre, un encadenamiento a ese formato de costumbrismo y aldea tan común en una parte del cine español.
Relata el propio Villaronga que, perturbado por la desgarradora secuencia inicial, decidió introducir otro título para preparar el camino al público haciéndole saber que ese tono de thriller rural conjurado con una belleza cruel, no iba a ser el verdadero tono de la película. Dicho de otro modo, esa es la forma expresa que tiene Villaronga de decir que en esta obra habitan dos películas. Con las dos se complementa una moraleja final: la debilidad de los padres, sus pecados y cobardías, alimentan a la bestia que habita en las entrañas de sus hijos.
Con esa obsesión clavada en la frente, Pa negre edifica el proceso de aniquilación de una mirada inocente. Villaronga hace abstracción del tiempo y del lugar. Estamos en la España en la que todavía humean los restos de la Guerra Civil pero podríamos estar en cualquier otra parte, en cualquier otro tiempo. Lo importante es el misterio y la miseria que circunda a una sociedad manchada de sangre y culpa. Y en ese escenario, cuando Villaronga conduce su filme hacia El corazón del bosque, la película se multiplica. Cuando la balanza se inclina hacia Secretos del corazón, Pa negre se reseca sin remedio.
Genpin, de Naomi Kawase
La hija del Yakuza
Han pasado 18 años desde que Naomi Kawase filmara Embracing. Y se cumplen siete años del estreno de Shara. Shara, la historia del misterio de una muerte y el enigma jubiloso del comienzo de una vida, le significó a Naomi Kawase un reconocimiento mundial. Pero ahora, la ganadora más joven de la historia de la Cámara de Oro del festival de Cannes ya no es aquella chiquilla frágil que transmitía la sensación de que se quebraba en cada palabra. Fue madre hace unos años y ser madre ha supuesto una verdadera conmoción a lo que era su cine. Precisamente de eso, de la maternidad, es de lo que se ocupa su filme documental, Genpin, presentado ayer en el festival de Donostia ante una mirada de estupor tanto por el contenido como por la forma.
Cuesta mucho trabajo reconocer en Genpin a la cineasta rompedora y personal que iniciaba en Embracing la búsqueda de un padre que la abandonó cuando era niña. En ese cine fundacional de su filmografía, Kawase desafiaba a su propio pasado para retratar una sociedad en la que resonaban desde los chirriantes ritos de la yakuza, al vacío existencial de una vida sin brújula filial. En la película presentada ayer en San Sebastián, Kawase invita al espectador a asistir a los métodos de un tocólogo singular cuya doctrina aplicada a los partos se pierde en el camino de la iluminación. El objetivo: ¿exaltar el gozo de la maternidad?
Durante minutos y minutos, de hecho durante toda la película, Genpin aglutina las declaraciones de mujeres en avanzado estado de gestación aleccionadas por ese médico defensor de los partos naturales. Durante hora y media, como un gurú, el casi octogenario doctor repite las excelencias de la biología, los milenarios métodos del tiempo Edo -la época feudal japonesa que se extiende entre los siglos XVII y XIX- y la necesidad de hacer una vida sana. Kawase pone en marcha su cámara de 16mm filmando contra el sol, grabando el fuego y el agua. El cuarto plano: un bebé recién nacido. El resto: una larga espera para captar el prodigio de la vida a través de una actitud ensimismadamente heterodoxa. Es evidente que los ojos de Kawase miran con admiración al médico de su documental. Pero también es innegable que en los últimos instantes aparece su compromiso de cineasta documental empeñada con la transparencia de lo que engulle su cámara. Por ejemplo, las contradicciones del citado tocólogo, Yoshimura, capaz de inspirar una mecánica cercana al funcionamiento de las sectas y al que su propia hija le abandona en la penúltima secuencia y delante de la cámara. Y lo irrefutable es que Kawase, que, en principio, permanece a su lado y comulga con lo que se le cuenta, no esconde esos datos que denotan y connotan las graves contradicciones de Yoshimura.
Con Kawase, quienes la conocen bien, saben que no cabe confiarse. Suyo es el espacio de la incertidumbre y del falso equilibrio; suyas son las palabras finales tomadas prestadas de Lao Tzu sobre la mujer misteriosa. Ella es esa mujer y ella cultiva estas contradicciones que desconciertan. En este caso, una mujer madre que ha venido a Donostia con una obra menor tan atravesada por su firma como abrochada a su biografía.
Cuesta mucho trabajo reconocer en Genpin a la cineasta rompedora y personal que iniciaba en Embracing la búsqueda de un padre que la abandonó cuando era niña. En ese cine fundacional de su filmografía, Kawase desafiaba a su propio pasado para retratar una sociedad en la que resonaban desde los chirriantes ritos de la yakuza, al vacío existencial de una vida sin brújula filial. En la película presentada ayer en San Sebastián, Kawase invita al espectador a asistir a los métodos de un tocólogo singular cuya doctrina aplicada a los partos se pierde en el camino de la iluminación. El objetivo: ¿exaltar el gozo de la maternidad?
Durante minutos y minutos, de hecho durante toda la película, Genpin aglutina las declaraciones de mujeres en avanzado estado de gestación aleccionadas por ese médico defensor de los partos naturales. Durante hora y media, como un gurú, el casi octogenario doctor repite las excelencias de la biología, los milenarios métodos del tiempo Edo -la época feudal japonesa que se extiende entre los siglos XVII y XIX- y la necesidad de hacer una vida sana. Kawase pone en marcha su cámara de 16mm filmando contra el sol, grabando el fuego y el agua. El cuarto plano: un bebé recién nacido. El resto: una larga espera para captar el prodigio de la vida a través de una actitud ensimismadamente heterodoxa. Es evidente que los ojos de Kawase miran con admiración al médico de su documental. Pero también es innegable que en los últimos instantes aparece su compromiso de cineasta documental empeñada con la transparencia de lo que engulle su cámara. Por ejemplo, las contradicciones del citado tocólogo, Yoshimura, capaz de inspirar una mecánica cercana al funcionamiento de las sectas y al que su propia hija le abandona en la penúltima secuencia y delante de la cámara. Y lo irrefutable es que Kawase, que, en principio, permanece a su lado y comulga con lo que se le cuenta, no esconde esos datos que denotan y connotan las graves contradicciones de Yoshimura.
Con Kawase, quienes la conocen bien, saben que no cabe confiarse. Suyo es el espacio de la incertidumbre y del falso equilibrio; suyas son las palabras finales tomadas prestadas de Lao Tzu sobre la mujer misteriosa. Ella es esa mujer y ella cultiva estas contradicciones que desconciertan. En este caso, una mujer madre que ha venido a Donostia con una obra menor tan atravesada por su firma como abrochada a su biografía.