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Ceremonia ligera sobre el miedo y la confusión
Título Original: KYNODONTAS Dirección: Yorgos Lanthimos Guión: Yorgos Lanthimos y Efthimis Filippou Intérpretes: Christos Stergioglou, Michele Valley, Aggeliki Papoulia, Mary Tsoni y Christos Passalis Nacionalidad: Grecia. 2009 Duración: 94 minutos ESTRENO: Mayo 2010
La pulcra prosa de Canino, caligrafiada además con una austera precisión, deja pocos resquicios al espectador acomodado. Aquí no hay arabescos ornamentales, ni concesiones, ni guiños, ni complacencias. La sangre que bombea este Canino está hecha del estupor que provoca percibir que en esa lógica normalizadora del mundo domesticado, espacio con/fundido con lo real, abunda el sinsentido en cantidades más alarmantes de lo que advertimos. De hecho, nada más arrancar este filme de extrañamiento y escalofrío, se nos previene sobre el artificio del lenguaje. Las alarmas ululan ante la ¿caprichosa? vinculación que une el significante con el significado. Yorgos Lanthimos, su creador, socava entre otras cosas, el fundamento de la civilización: el verbo. El objetivo de Canino apunta al núcleo mismo del origen: la palabra. La intención no admite duda: se trata de desatar los (pre)juicios normalizadores para asomarse al abismo de nuestra naturaleza. Ambición no le falta a esta obra. Justo será reconocer además, que tampoco carece de talento.
Pero ¿de dónde (pro)viene Yorgos Lanthimos? Se trata de un joven cineasta griego nacido en 1973. Su filmografía todavía es exigua. De hecho Canino es su segundo largometraje. O sea, no tenemos demasiados referentes para hurgar en su pasado pero sí los suficientes como para discernir la magnitud de su fuego. Ante Canino, ganadora de la sección A Certain Regard de Cannes 2009, la crítica internacional ubicó a Lanthimos entre las estribaciones más gélidas y desconcertantes de Michael Haneke y el hacer de algunos maestros del cine centroeuropeo. Ese tono áspero, moribundo y relampagueantemente violento parece provenir del frío. Pero también hay en él, una chispa, un punto de ignición cuyo origen descansa en el centro mismo del Mediterráneo y cuyo desembarco se produce en el legado más esencial de Luis Buñuel.
Por eso mismo entiendo que Canino sabe y debe más a El discreto encanto de la burguesía que a Código desconocido. En esa luz meridiana proveniente del surrealismo, o sea de la suma de todas las realidades, las aparentes y las íntimas, las conscientes y las oníricas, se proyectan latigazos de crueldad que emanan del componente sádico inherente al ADN humano. Lanthimos, como Buñuel, como Pasolini, como Lynch y como Villaronga algo sabe, probablemente gracias al Marqués de Sade, de Gilles de Rais y de lo que su psicopatía representa.
No es casualidad que en su trabajo teatral, Lanthimos haya llevado a la escena la inquietante Inocencia de la filóloga y dramaturga alemana Dea Loher. Tampoco resulta venial que en el fundamento de Canino intuyamos, en su arranque seminal, la afirmación de uno de los personajes de Loher: “sillas, paredes, manos: puedo sentirlas (…) amor, muerte, sentido, sólo pronunciarlas”. La inaprensibilidad del sujeto y la subjetividad del ser es lo que aquí se expone en este escaparate lleno de tanta mordacidad como rebosante de gratificantes hallazgos. Dicho de otro modo, en Canino se vive esa ceremonia desconcertante sobre el miedo al otro y sobre el enclaustramiento del hombre moderno. Hombre atrapado en la cárcel del bienestar, nicho idealizado por un chalet unifamiliar con piscina y vallado donde se produce un combate a muerte entre un gran manipulador, sublimación ridícula de todos los dictadores que laten en nuestro interior, y la naturaleza, o sea los hijos. Entre risas y navajazos, el lenguaje deviene en pugna abocada a una derrota anunciada de antemano pero descrita con coherente rigor. De ahí que Canino sólo sea apta para paladares sensibles a directores como los aquí citados.