La película anglo-australiana, Un largo viaje, poco aporta mientras que la mexicana Club Sándwich se convierte en la sorpresa de esta edición

Los pequeños gestos también alumbran obras interesantes
El de ayer fue un duelo desigual. A un lado una producción anglo-australiana de muchos medios, grandes ambiciones y un reparto hecho con carne de Oscar y nombres de lujo: Nicole Kidman, Colin Firth, Stellan Skargârd. Al otro, una película mexicana de setenta y pico minutos, poco dinero, dos adolescentes y una actriz poderosa. ¿El resultado? Ya lo he dejado presentir.
El cine y su capacidad para sacudir al espectador no se encuentran en casi ningún momento en las dos horas de Un largo viaje y no cesan de presentarse en el inexistente decorado de Club Sandwich. Si el Zinemaldi quiere tener algún futuro, ya sabe donde deberá echar su suerte. La estrategia consiste en apostar por un cine más auténtico y afrontar los riesgos que eso supone.
El largo viaje, traducción insólita a The railway man, viene firmado por Jonathan Teplitzky, un cineasta nacido en Sidney y fajado en la industria británica, los dos países que coproducen este periplo al pasado cuya moraleja final incide en la culminación del dicho: perdonar es humano, olvidar divino.
Y lo que hay que perdonar en la historia de esta película ambientada en los mismos escenarios históricos que dieron lugar al legendario El puente sobre el río Kwai (1957) de David Lean, es la crueldad de algunos militares japoneses que no dudaron en humillar, torturar y matar a sus prisioneros. El azar ha querido que en este mismo festival, en las salas donde se proyecta la obra del inmenso Nagisa Oshima, aquellas personas que por juventud o desconocimiento no pudieron verla, puedan recuperar Feliz Navidad Mr. Lawrence (1986), un filme que en su estreno, un crítico de lengua afilada y estilo “gracioso” la definió como la versión gay de El puente sobre el río Kwai. Ocurrencias aparte, en el filme de Oshima late toda la complejidad, equilibrio y madurez que faltan en este ejercicio de cartón piedra y alarmante patriotismo. Una pereza intelectual que desprende un tufo ideológico sospechoso de simplista y maniqueo.
Es probable que Teplitzky no se haya fijado en Oshima para acometer Un largo viaje, pero es seguro que tuvo en mente la obra de Lean al que el guión le hace un guiño cuando los protagonistas hablan de Breve encuentro (1945). No obstante, antes de que la película despliegue sobre la pantalla sus verdaderas intenciones, hay que reconocerle al guión algunos méritos. En su interior asistimos a un par de quiebros argumentales que al menos incentivan la intriga y mantienen la atención. La película amanece en clave de romance, un deseo de roce con el ya aludido Breve encuentro. Luego el filme se sumerge en una recreación bélica, la construcción del ferrocarril en Sian, y finalmente, desemboca en la historia de una venganza para culminar en el citado perdón.
El realizador australiano se enfrenta a todo ello con ausencia de personalidad, sortea lo mejor que puede el escollo de tener que dar minutos a Nicole Kidman con un personaje que en realidad no lo necesita y derrocha un paternalismo anglosajón de aroma colonial. Con ello, poco aporta y nada desvela sobre lo muchas veces contado. A estas alturas, el casposo patriotismo que atraviesa la revisión histórica de los hechos narrados, resulta un fiel espejo de la convencional narrativa que sostiene este filme decepcionante, esta mirada sin brillo.
El despertar de la adolescencia                                                                       
Dos películas, Temporada de patos (2004) y Lake Tahoe (2008) anteceden la trayectoria de Fernando Eimbcke (Ciudad de Mèxico, 1970). Esta tercera, Club Sándwich (2013), certifica lo que ellas preludiaban: que estamos ante un excelente y minucioso observador de la realidad y que Fernando Eimbcke representa un hacer y un sentir más que prometedores. Con él se aporta savia nueva a un panorama mexicano con autores solventes como los consagrados del Toro, Cuaron, Reygadas e Iñárritu. Parece consecuente proclamar que no está nada mal el panorama del cine mexicano en estos momentos.
En los apuntes biográficos que circulan en torno a la trayectoria y estilo de Fernando Eimbcke, se citan con frecuencia dos nombres: Jim Jarmusch y Jasujiro Ozu. No son los únicos referentes que podemos hurgar en el entramado narrativo de Club Sándwich, pero sus aportaciones alimentan este filme de apariencia modesta y alcance largo. Algo de la sabiduría aplicada al reflejo de la cotidianeidad de Ozu se refleja en los brillos del agua de la piscina de este filme; y algo de la ironía postclásica del autor recorre el extrañamiento de su exigua galería de personajes.  
Eimbcke se viste con austeridad formal. Muchas de sus secuencias se resuelven en un plano. Las situaciones son cotidianas, intrascendentes. En la pantalla apenas hay movimiento, en el interior de los personajes se produce un estallido emocional que se percibe como auténtico. En su tercer largometraje, Eimbcke habla de una separación, de una metamorfosis que, como toda acción de cambio, (con)lleva implícita una crisis, un desgarro. Estamos en un escenario vacacional. Una madre y su hijo adolescente disfrutan de unos días de descanso. Es época de saldo, estamos fuera de temporada.  Por eso  están allí,  porque han aprovechado una promoción, porque es más barato. Madre e hijo hablan naderías, intercambian monosílabos, repiten un ritual de viejos juegos infantiles, de complicidades muchas veces compartidas. Lo hacen sin emoción, como una rutina. El cuerpo del hijo está en ebullición, la cabeza de la madre, está hecha un lío. No hay nada más. Pero es mucho, en su caso es todo.
El cine ha recreado el tiempo de la adolescencia de manera insistente, desde todos los géneros, con multitud de pretextos argumentales. Pocos lo han hecho con la sencillez y falta de estruendo con la que este filme se asoma al dolor natural y asumible, pero mortificante y estremecedor, del reconocimiento que toda madre debe hacer cuando su hijo deja de ser el niño que para ella fue.
En Club Sándwich habita un espíritu de la observación notable, una capacidad emocional contagiosa y un sentido del humor inteligente. No hay un segundo de gratuidad. Nada sobra y nada falta en esta crónica de un verano, del último verano en el que, lejos de las grandes truculencias cinematográficas que a menudo nos abruman, se describe esa hora epifánica para el hijo, crepuscular para la madre, en la que los roles cambian de signo. Club Sándwich emerge como una radiante y gozosa obra de cámara. Hay en ella dos adolescentes en estado de gracia y una actriz boliviana, harta de hacer series de television, María Rènèe Prudencio, impagable en su rol de madre. Y hay, encajàndolo todo, un cineasta con un sentido noble de lo que significa hacer cine.
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