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En “La ciudad perdida”, deshilachada copia de “Tras el corazón verde”, Sandra Bullock salvaba los muebles del proyecto porque, durante unos minutos, Brad Pitt aparecía en su ayuda. El filme de los hermanos Nee evitaba el siniestro total gracias a un cameo largo e irreprochable del “Aquiles” de “Troya”.

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Decía Juan Goytisolo, cuyos restos descansan en el cementerio civil de Larache, al lado de Jean Genet, que cuando uno se va de algún sitio, en realidad ya se había ido antes. Eso, en eso, en un adiós esperado y asumido, se hallan David Henninger (Ralph Fiennes) y su esposa Jo (Jessica Chastain). Forman un matrimonio adinerado y terminal.

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Estrenada de soslayo en cines pero acompañada con los clarines de honor de la plataforma que la creó, Netflix, “El agente invisible” ofrece un impagable testimonio del signo de los tiempos. Los hermanos Russo dejan el universo Marvel para abrazar el mundo del thriller de acción. Así, lo que empezó con 007 y alcanzó con el cambio de siglo su excelencia a través de la saga Bourne, encuentra en “El agente invisible” la sublimación de esa naturaleza de coreografía de violencia y muerte.

Se cumplen 22 años de “Memento”, un filme referencial con el que despegó el talento de Jonathan Nole y en el que se encumbró la figura de Guy Pearce. La efeméride no es ajena a lo que “La memoria de un asesino” dirigida por un Martin Campbell desfondado, parece pretender. Ambos filmes giran sobre la fragilidad de la mente.

La presencia de Nicolas Cage ya preludia que “Pig” no seguirá las directrices del thriller convencional. Ese rechazo a lo rutinario empieza en el guion. No son comunes las mimbres que entrelazan su argumento. En ese libreto coescrito entre el director, Michael Sarnoski, y su compañera de estudios en Yale, Vanessa Block, se apuesta por cierta excentricidad, la que probablemente sedujo a Cage para aceptar el papel.

Aunque resulta innegable que Saeed Roustayi se desmarca del canónico cine iraní de mirada reposada y paisaje árido, cine de poesía rural y dilemas éticos, conforme avanza este thriller de policías y narcotraficantes más evidente resulta que el motor que mueve “La ley de Teherán” coge la epidermis del noir occidental para hablar de su país de origen.

Benito Olmo, escritor gaditano, adscrito al pujante renacer de la novela negra que por doquier nos asalta, presentó “La maniobra de la tortuga” en 2016. Dos años antes, Alberto Rodríguez había conseguido uno de sus mejores trabajos con “La isla mínima” en donde dos policías del departamento de homicidios de Madrid son desplazados a las marismas del Guadalquivir para enfrentarse al horror del “rey amarillo de sabor rural y acento gaditano”.

En su idioma original, “cave” significa bodega, sótano, pero también cueva y quizá sea esa la acepción que mejor define lo que aquí acontece, porque en su trasfondo se respira ese retorno a las cavernas que hoy nos define. Con insensato arrojo, Philippe Le Guay se adentra en  territorio hostil, en campo minado con un argumentario del que sabe no saldrá bien librado.