Neil Jordan, como Verhoeven y Herzog, por citar otros veteranos europeos enredados por EE.UU. y curtidos en una cinematografía trashumante y transterrada, lleva muchas películas y muchos sobresaltos a cuestas como para pensar la tontería de que uno vale lo que recauda su último trabajo. Este irlandés que atravesó el final del siglo XX desplegando un repertorio tan brillante como desconcertante, “En compañía de lobos” (1984) “, Mona Lisa” (1986), “El hotel de los fantasmas (1988), “Juego de lágrimas” (1992), “Entrevista con el vampiro” (1994) y “Michael Collins” (1996) no pudo, quiso o supo mantener el tipo a lo largo del siglo XXI.

Debutar con El sexto sentido, un filme que vieron incluso los que nunca ven nada, acumula tanto lastre, tanta envidia, tanta suspicacia, que hace imposible pensar qué se puede hacer después de seducir a medio mundo con una obra tan vertebral como emblematizadora. Aquel “veo muertos” lo repetían incluso los que nada sabían de Shyamalan y su película, Para el cineasta de origen indio, un atribulado y precoz director que, cuando niño, en lugar de juguetes trasteaba con cámaras, el lastre se convirtió en losa y la losa casi en epitafio.

Recibida con expectación y honores, la primera señal que tuvimos de High-rise fue en el marco del Zinemaldi de 2015. Allí, en la sección oficial, su proyección la convirtió en la obra que más disparidad de calificativos cosechó. Nacida para deslumbrar, High-rise lo tenía todo para haber sido una de las obras del año. Parte de un relato mítico de un escritor legendario y se atreve a emparentarse con un no menos mítico cineasta contemporáneo, David Cronenberg.