Si todo el mundo ha sido prevenido de que los Fabelman narra la infancia y la adolescencia de Steven Spielberg, su descubrimiento del cine y la vida y su despertar a la evanescencia de la verdad, a la utilidad de la mentira; la pregunta inevitable apunta al hecho de interrogarse por qué Spielberg no titula el filme con el nombre de la familia.

“Babylon” es hija de la desmesura y, en consecuencia, solo el exceso y desde el exceso puede ser redimida. Pero recapitulemos. Sorprende el alto riesgo asumido por Damien Chazelle, director y guionista en “Babylon”, filme que en EE.UU. ha colisionado con una taquilla tan gélida como la tibia respuesta crítica de quienes antes le aclamaron.

Todo, como es costumbre en las últimas obras de Hong Sang-soo, aparece en gris. Todo se tiñe en matices y sutilezas que se agitan entre el blanco y el negro y que rara vez se muestran blancas o negras. Todo es gris salvo ese estallido de color al final del relato que rueda la novelista a la que referencia su título.

En una edición en la que se presentaban películas como “Un héroe”, de Farhadi; “La peor persona del mundo”, de Joachim Trier, “El contador de cartas”, de Schrader; y “El acontecimiento”, de Audrey Diwan; el jurado de la Seminci decidió que ésta era la mejor película dejando estupefacta a buena parte de quienes estábamos allí.