En septiembre de este año, el Zinemaldia conmemorará el 46 aniversario de una de sus mejores Conchas de Oro. Si a menudo el ahora conocido como SSIFF carga con el peso de no haber sabido recompensar lo más selecto de las películas y cineastas que han pasado por su sección oficial, con Terence Malick la decisión del jurado de aquel año, 1974, evidenció una lucidez extraordinaria. Tuvieron olfato y valentía porque escoger a un cineasta, entonces de 31 años, un desconocido, como el autor de la mejor película fue una apuesta de alto riesgo. La historia les ha dado la razón.

Justo en el minuto 48, cuando falta una hora exacta para que “El escándalo” culmine su alegato; en un ascensor, por un breve instante, coinciden las tres protagonistas de este filme. Se miran pero no se ven. En ese momento no saben que el destino las va a unir. Se trata de Charlize Theron, Margot Robbie y Nicole Kidman. Las tres encarnan, en su acepción más misteriosa, a tres periodistas reales cuya acción y acusación derribó al ogro de la Fox News, Roger Ailes.

Cuando ni siquiera han finalizado los créditos, se palpa la calidad de “Aguas oscuras”. Hay en su puesta en escena, ganas de hacer cine, exigencia de autor, hambre de profesionalidad. Y justo al final de esos créditos, el director, Todd Haynes, inscribe su nombre allí donde aparece Mark Ruffalo/Rob Bilott, el abogado protagonista de esta película inspirada en la realidad.

En los minutos del desenlace, cuando el via crucis de Richard Jewell da síntomas de desmoronarse, Clint Eastwood deja que sea el propio Jewell, o sea el actor que lo representa, quien verbalice el sentido de este filme: “si se sospecha del héroe -se nos dice- nadie querrá asumir esa tarea”.

El 5 de enero de 1895, el de la noche de Reyes, se ejecutaba la sentencia que condenaba al capitán Alfred Dreyfus a cadena perpetua por un caso de espionaje en el ejército francés. En medio de un ritual protocolario propio de una época de solemnidad crepuscular, Dreyfus, cuya sentencia había gozado inicialmente del beneplácito de la ciudadanía, era degradado de sus galones y desposeído de sus armas; pasaba de oficial a presidiario.

La coincidencia en el tiempo de estreno entre “El irlandés” y “El traidor” permite entrecruzar ambos textos como emblema y síntesis del cine de estos últimos 50 años. Scorsese nació el 17 de noviembre de 1942; en Nueva York. Marco Bellocchio, un 9 de noviembre de 1939, en Bobbio, Italia.

Una lluvia de estrellas recibidas por ilustres cronistas desconocidos rodea la foto del retrato familiar que preside el cartel propagandístico de “The Farewell”.  Ese empeño en avalar los estrenos con más estrellas que un árbol de navidad no es sino el patético esfuerzo de los publicistas, en cuyas manos se encuentra el destino de las salas de cine.

El despegue de este viaje al corazón de la ignominia resulta tan ensordecedor como inaudible. No hay aliento. Todo irrita y todo fluye en la carrera desesperada de su protagonista. Los jadeos y la peculiaridad del habla, una marcada entonación andaluza, dificultan su comprensión. Oímos hablar a los personajes, pero no siempre entendemos sus palabras. Da igual. Resulta evidente el sentido de lo que se nos cuenta. El filme recrea ese latigazo letal que envenenó la historia de España un 18 de julio de 1936.

Gavin Hood, (Johannesburgo, 1963), actor, guionista, productor y realizador, se mueve como un lobo solitario del que nunca se sabe cuál será su siguiente presa. A juzgar por su trayectoria, ha dirigido piezas como “Tsotsi” (2005), “Rendition” (2007), “X-Men Origins: Wolverine” (2009) y “El juego de Ender” (2013); se diría que encaja en la categoría de profesionales de oficio y discreción. Es decir, resuelve con solvencia sus encargos, pero no parece haber en ellos ningún deseo de imprimir huella de autoría.

El 13 de febrero de 1933, en un minúsculo municipio de Arcadia, en pleno Peloponeso, nació Costa Gavras. O sea, ha cumplido 86 años y ahora estamos celebrando el medio siglo del filme que lo presentó al mundo: “Z”. Con “Z”, la historia del asesinato del político demócrata griego, Grigoris Lambrakis, en 1963, despegó la carrera de un cineasta de origen heleno que casi siempre se ha movido bajo bandera extranjera.