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Pulsión sexual, condena moral
Titulo Original: SHAME Dirección: Steve McQueen Guión: Steve McQueen y Abi Morgan Intérpretes: Michael Fassbender , Carey Mulligan, James Badge Dale, Nicole Beharie y Hannah Ware Nacionalidad: Reino Unido. 2011 Duración: 99 minutos ESTRENO. Febrero 2012
Steve McQueen, afrocaribeño del oeste de Londres, antes de dejar noqueado al festival de Cannes y de acongojar las plateas de los festivales de Los Ángeles, Toronto y Sydney con Hunger , había ganado el premio Turner en 1999. Cuatro años antes que él, ese galardón lo había recibido Damien Hirst, el envidiado y discutido autor de The Physical Impossibility of Death in the Mind of Someone Living. Ya lo saben, esa pieza que contiene a un tiburón tigre de 14 pies de largo detenido en una vitrina con formol al lado de la que se fotografían ancianos y niños. La obra, Deadpan, con la que McQueen se emparentó con el más sereno paisajista británico del siglo XIX, el pintor de la luz, era en apariencia menos feroz. Se trataba de un homenaje a Buster Keaton. Un guiño. Pero también, una declaración de intenciones.
Al nombrar a Keaton habrá quien se sonría. Ése, ni conoce a Buster Keaton ni sabe nada de McQueen. Entre otras cosas porque la rabia y la capacidad de conmocionar de McQueen, un artista con nombre de estrella de Hollywood, resulta mucho más impactante que la colección de vacas, ovejas y demás ganado que Hirst facturaba para los Centros de Arte adocenado. McQueen, que antes de ser un prometedor artista plástico había sido un futbolista prometedor y un alumno incómodo, está hecho de furia y ruido. Así, mientras que algunos cineastas mendigan un espacio para su culto en los museos del mundo, un último refugio para sus incomprendidos talentos; McQueen, príncipe de esos museos, no se lo ha pensado dos veces para salir a las malas calles donde el cine se mide con subproductos de ningún contenido artístico.
Lo hizo con Hunger, una crónica espeluznante sobre la huelga de hambre que llevaron a cabo los presos del IRA en los violentos años 80, cuando reinaba el punk y Margaret Tatcher desmontaba a los viejos sindicatos. Y Hunger todavía está sin digerir. Probablemente nunca se ablandará del todo porque ese proceso delirante, que llevó a dejarse morir por la arcadia irlandesa, encontró en este hombre negro en cuyo ADN resuenan tambores del Caribe, un cronista distante, descarnado e impúdico.
Su segundo largometraje con factura de cine industrial, Shame, habla de la pulsión sexual de un exitoso hombre blanco. Una enfermedad, un desarreglo de los apetitos libidinosos, sirve para que McQueen diseñe un filme impecable en la forma e implacable con su principal protagonista, una desgraciada víctima de ese febril estado de permanente excitación.
Bajo el fascinante aspecto de unos escenarios de lujo y placer, late la soledad y la frustración: habita el miedo. McQueen, en su radiografía sobre la angustia vacua y compulsiva del macho occidental contemporáneo encuentra un actor, Michael Fassbender -en Hunger era Bobby Sands-, que ejecuta con virtuosismo su papel. Con él, McQueen dibuja a su principal personaje sumido en una crisis de identidad y de rol, irresponsable vocacional, inmaduro por elección y culpable por remordimientos. Todo en el filme se mueve bajo la niebla invisible de un sentimiento de culpa. McQueen, para mostrar la pesadilla de un adicto al sexo baila sobre la delgada línea moral hasta mancharse los pies y las manos. Además de una hipnótica película, McQueen agita un debate árido al que pocos le hincan el diente. Al mostrar a su personaje principal, Brandon Sullivan, con un comportamiento semejante al de un psicótico criminal, lo crminaliza e introduce un tema de inacabable discusión. ¿De qué es culpable Brandon? No mata a nadie, no viola a nadie. Sólo es víctima de una obsesión corporal. Una querencia que ya tiene efectos epidémicos.
Al nombrar a Keaton habrá quien se sonría. Ése, ni conoce a Buster Keaton ni sabe nada de McQueen. Entre otras cosas porque la rabia y la capacidad de conmocionar de McQueen, un artista con nombre de estrella de Hollywood, resulta mucho más impactante que la colección de vacas, ovejas y demás ganado que Hirst facturaba para los Centros de Arte adocenado. McQueen, que antes de ser un prometedor artista plástico había sido un futbolista prometedor y un alumno incómodo, está hecho de furia y ruido. Así, mientras que algunos cineastas mendigan un espacio para su culto en los museos del mundo, un último refugio para sus incomprendidos talentos; McQueen, príncipe de esos museos, no se lo ha pensado dos veces para salir a las malas calles donde el cine se mide con subproductos de ningún contenido artístico.
Lo hizo con Hunger, una crónica espeluznante sobre la huelga de hambre que llevaron a cabo los presos del IRA en los violentos años 80, cuando reinaba el punk y Margaret Tatcher desmontaba a los viejos sindicatos. Y Hunger todavía está sin digerir. Probablemente nunca se ablandará del todo porque ese proceso delirante, que llevó a dejarse morir por la arcadia irlandesa, encontró en este hombre negro en cuyo ADN resuenan tambores del Caribe, un cronista distante, descarnado e impúdico.
Su segundo largometraje con factura de cine industrial, Shame, habla de la pulsión sexual de un exitoso hombre blanco. Una enfermedad, un desarreglo de los apetitos libidinosos, sirve para que McQueen diseñe un filme impecable en la forma e implacable con su principal protagonista, una desgraciada víctima de ese febril estado de permanente excitación.
Bajo el fascinante aspecto de unos escenarios de lujo y placer, late la soledad y la frustración: habita el miedo. McQueen, en su radiografía sobre la angustia vacua y compulsiva del macho occidental contemporáneo encuentra un actor, Michael Fassbender -en Hunger era Bobby Sands-, que ejecuta con virtuosismo su papel. Con él, McQueen dibuja a su principal personaje sumido en una crisis de identidad y de rol, irresponsable vocacional, inmaduro por elección y culpable por remordimientos. Todo en el filme se mueve bajo la niebla invisible de un sentimiento de culpa. McQueen, para mostrar la pesadilla de un adicto al sexo baila sobre la delgada línea moral hasta mancharse los pies y las manos. Además de una hipnótica película, McQueen agita un debate árido al que pocos le hincan el diente. Al mostrar a su personaje principal, Brandon Sullivan, con un comportamiento semejante al de un psicótico criminal, lo crminaliza e introduce un tema de inacabable discusión. ¿De qué es culpable Brandon? No mata a nadie, no viola a nadie. Sólo es víctima de una obsesión corporal. Una querencia que ya tiene efectos epidémicos.