En septiembre de este año, el Zinemaldia conmemorará el 46 aniversario de una de sus mejores Conchas de Oro. Si a menudo el ahora conocido como SSIFF carga con el peso de no haber sabido recompensar lo más selecto de las películas y cineastas que han pasado por su sección oficial, con Terence Malick la decisión del jurado de aquel año, 1974, evidenció una lucidez extraordinaria. Tuvieron olfato y valentía porque escoger a un cineasta, entonces de 31 años, un desconocido, como el autor de la mejor película fue una apuesta de alto riesgo. La historia les ha dado la razón.

La prisa, el desorden, el sinsentido y el exceso arrastran como una cuadriga conducida por jinetes apocalípticos esta vuelta de tuerca al mundo de los superhéroes titulada “Aves de presa”. La jugada no oculta su estrategia. Cambia el heroísmo por la gamberrada, el mundo de testosterona y drama, por un universo de carmín corrido, glamour de arrabal y jubileo femenino. Ellas son “malotas” y su violencia ha sido alimentada por una sed de venganza.

La acción acontece en Georgia, el país de las cinco cruces; una antigua república soviética con su cabeza puesta en las montañas del Cáucaso y con los pies en el Mar Negro. Un lugar singular entre Asia y Europa. Su bella capital, Tiflis, hecha de calles adoquinadas y monasterios austeros, vivió hace 17 años la llamada “revolución de las flores”.

Justo en el minuto 48, cuando falta una hora exacta para que “El escándalo” culmine su alegato; en un ascensor, por un breve instante, coinciden las tres protagonistas de este filme. Se miran pero no se ven. En ese momento no saben que el destino las va a unir. Se trata de Charlize Theron, Margot Robbie y Nicole Kidman. Las tres encarnan, en su acepción más misteriosa, a tres periodistas reales cuya acción y acusación derribó al ogro de la Fox News, Roger Ailes.

La acumulación de relatos no siempre contribuye a mejorar una película. En definitiva, a veces, sumar significa restar. Aquí, ese acumular acaba por malograr lo que llevaba dentro. Con esa piedra tropieza el guion de “Adú”. Se ha emborrachado de carpintería argumental. Por un error de cálculo, se refuerzan y subrayan tanto las situaciones de lo que se desea denunciar que esa exageración corroe su autenticidad. Desde el minuto uno a “Adú” le pesa tanto la hipérbole como le falta la magia del duende y la llama de la emoción.

Que Nueva York se mueve con parámetros diferentes al resto de EE.UU. nadie lo discute. Lo discutible se encuentra en la descripción puntual de esa ciudad siempre cambiante. Precisamente porque cambia, su percepción emite destellos confusos, una peligrosa deriva hoy fascinada por Trump y modelada por Giuliani. De la Nueva York de “Taxi Driver” a la de “Diamante en bruto” ha pasado una eternidad aunque, en este caso, de fondo se atisbe la (pr)esencia de Scorsese, arte y parte del cine neoyorquino de los últimos cincuenta años.