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Dos hombres y un infierno
Título Original: THE MASTER Dirección y guión: Paul Thomas Anderson Intérpretes: Joaquin Phoenix, Philip Seymour Hoffman, Amy Adams, Laura Dern, Jesse Plemons, Rami Malek, Ambyr Childers y Kevin J. O’Connor Nacionalidad: EE.UU. 2012 Duración: 97 minutos ESTRENO: Enero 2013
Hace unos años, en el interior de uno de los más pestilentes programas de la llamada telebasura, los hermanos Matamoros protagonizaron uno de esos extraordinarios encuentros “bressonianos” con la verdad. Se trataba de un ritual organizado del siguiente modo. Separados por una mampara, los dos sujetos, idénticos toda vez que son gemelos, se insultaban acaloradamente. Entre los improperios no faltaban aquellos que se reprochaban la fealdad física. En el momento álgido de aquel combate verbal, en un gesto de suprema perversión, se levantó el telón y las dos caras se miraron, se vieron y se acercaron provocando una suerte de reflejo-espejo. Así, lo que eran dos, se convertía en un único rostro puesto que los dos eran el/lo mismo. Por decirlo de algún modo, el duelo a garrotazos de Goya devenía en una suerte de suicidio. En realidad toda violencia lo es.
Esta reflexión descarnada sobre la falta de singularidad de los seres humanos, con precedentes sublimes en cintas como Persona de Bergman o Ghost in the shell de Mamoru Oshii, encuentra en The Master un escalofriante paralelismo. Aquí la secuencia devoradora acontece en su zona vertebral, justo allí donde el filme acaba de atravesar un pasaje que Paul Thomas Anderson barniza con ecos evangélicos. El filme, que crece sobre el periplo de dos personajes surgidos de los rescoldos de la segunda guerra mundial, un soldado veterano de perfiles psicóticos y un iluminado inspirado en el creador de la Cienciología, se ofrece como una suerte de palimpsesto sobre el origen de la White América contemporánea, esa que retrataba Eminem en sus versos de rap. La citada secuencia viene precedida por la detención del Master, quien se encuentra rodeado de su familia y acólitos. De entre todos ellos, sólo el más extraviado, aquél por el que el Master parece abismarse en una atracción no ajena a la pulsión sexual, se revuelve como lo hiciera Pedro ante el beso de Judas. El resultado es que en lugar de un ecce homo tenemos dos. En celdas simétricas, Seymour, the Master, y Phoenix, el loco, se enzarzan en una disputa feroz. Tan distintos parecen que en el fondo son lo mismo, una plasmación de la esquizofrenia del mundo advenido tras el horror de la segunda guerra mundial. La fe y la ira, el fuego y la palabra. Eterna dicotomía que ahonda en un territorio que hace unos años cartografió Bertrand Tavernier en Capitán Conan. Cuando tras un proceso bélico el estado alienta perros asesinos, ¿qué puede hacer con ellos en el tiempo de paz? Anderson, un cineasta comparado con Kubrick por la geométrica precisión de sus entramados y afín a la crueldad que agita a Haneke, evidencia en The Master lo que Magnolia y Pozos de ambición preludiaba. No es un director cómodo ni acomodado. Sus historias se llenan de cicatrices, supuran dolor y acumulan personajes extraviados. El sexo, el odio, la rabia y la frustración sostienen una fe enfermiza en la que muchos analistas de su obra creen percibir la radiografía del americano medio. En esta ocasión, The Master, que se beneficia de una banda sonora hipnótica y que precisamente gira desesperadamente sobre la necesidad de dilucidar dónde termina el sueño y cuando se funde la lucidez, despliega la poderosa galería de influjos y querencias de Anderson. Por supuesto que conoce y bebe del John Huston de los documentales de la segunda guerra mundial. Y por supuesto que de ese drama entre dos vesanias que se autoalimentan en sus delirios, surgen instantes inolvidables, secuencias de magnetismo subyugante, pero también una extraña y perturbadora sensación de que en este relato falta algo sustancial, algo que le dé corporeidad y sentido.