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Un Ozon divertido y luminoso, un Rebollo retórico y triste
Todos los festivales poseen su fondo de armario, su familia de cineastas amigos a los que se acude para conformar la programación. Son valores consagrados que garantizan oficio e historia. La jornada del domingo, día grande en un festival que comienza a sentirse grande gracias a la solidez de un serio trabajo, los programadores del Zinemaldia dejaron que fueran dos viejos conocidos los que cargaran con esa cita siempre complicada. Javier Rebollo y François Ozon fueron los elegidos. Curiosamente ambos han inscrito sus filmes, El muerto y ser feliz y Dans la maison, en una suerte de reflexión sobre el relato cinematográfico, un juego de metalenguaje y voluntad de estilo que se decantó de manera evidente hacia el lado del cineasta francés, cuya película crece y crece sobre la inagotable vitalidad de un guión extraordinario.
La curiosidad y el arte del relato
En el ADN de Ozon, autor de filmes como Sitcom (1998), Bajo la arena (2000), 8 mujeres (2001) y El refugio  (2010), predomina una suerte de inquietud permanente, un gen dominante que convierte cada alumbramiento de su cine en una sorpresa, en un febril baile de géneros, tonos y referencias. Eso no quiere decir que en todas sus películas no puedan apreciarse unas constantes que acoten su trabajo, al contrario. Lo que conforma su mirada, una escrutadora inmersión siempre capaz de perfilar con precisión la intimidad de sus personajes, es precisamente el respeto con el que Ozon mima y cultiva a sus criaturas. Su otra y complementaria gran virtud, que hace que su cine provoque en algunos casos desorientación y estupor, reside en su humildad de autor para ponerse al servicio de lo que demanda el argumento.
Dans la maison puede ser el mejor muestrario de las dos virtudes apuntadas. El filme propone una gozosa reflexión sobre el arte de narrar. Para ello Ozon acude a un territorio muy abonado por la cinematografía francesa: el instituto. En él, Ozon fija su atención en la relación entre un profesor de literatura y un (el único) alumno capaz de escribir algunas frases con sentido. Sorprendido por el hálito poético que encierran las líneas de una simple redacción escolar, el profesor inicia con el alumno un periplo epifánico en el que con ingenio, ironía y ternura, se retratan una serie de personajes y temas. La enseñanza, el arte, la familia, los negocios, la amistad, el amor, la curiosidad y el vacío conforman un viaje en el que se da una vuelta de tuerca a la historia de Pigmalion para desembocar en una fábula sobre la pasión por narrar.
Ozon ha coguionizado el texto del dramaturgo y escritor español, Juan Mayorga, El chico de la última fila, hasta convertirlo en un delicioso festín cinematográfico. De la fusión entre el texto de Mayorga y el cine de Ozon surge una película vibrante, divertida e inteligente que pasa del teatro al celuloide sin evidenciar otra deuda que la fuerza seductora del verbo. ¿Quién teme a la palabra cuando está dicha desde el talento?
En Dans la maison, Ozon, que en su filmografía ha proyectado referencias tan dispares como las que van de Bergman a Almodóvar, se orilla hacia la comedia y el suspense para, en un tono de imprevisible desenlace, sostener una introspección sobre los mecanismos del arte de seducir con el relato. Dans la maison fluye como un filme de ritmo impecable, lleno de personajes con miga y sustancia y desarrollado en una suerte de quiebros narrativos tan deudores de Flaubert como de Mamet o incluso del Woody Allen de sus mejores tiempos. No fue gratuita ni desmerecida la ovación que cerró su presentación a la prensa y el público. Muchas cosas buenas tendrán que aparecer para que Ozon se vaya de San Sebastián sin algún premio.
El asesino errante
En  el polo opuesto al cine de Ozon se mueve Javier Rebollo, un director que provoca tantas adhesiones entusiastas como rechazos frontales a la totalidad de su trabajo. Donostia le ha vista crecer desde que en 2006, tras una coherente e insistente trayectoria en el mundo del cortometraje, decidiera pasarse al largo. Aquel año, Lo que sé de Lola marcó un debut más que interesante. Rebollo se movía como un autor coherente, con voz personal, era un cineasta con un universo reconocible. En La mujer sin piano (2009), Rebollo ratificaba sus promesas echando la suerte todavía más hacia la voluntad de establecer un tono singular que, en aquel caso, se teñía con los ecos del mejor Kaürismaki. Sin embargo, con ser más compleja y ambiciosa que su primera película larga, aparecía en Rebollo la querencia por un cierto manierismo formal; una peligrosa inclinación hacia el ensimismamiento.
En El muerto y ser feliz, un filme rodado en Argentina, Rebollo ha realizado un esfuerzo extraordinario. En cuanto guionista se la ha jugado. Desde el mismo despegue de su tercera película, queda claro que su apuesta será radical, se lo juega al nada o al todo. Una voz en off, que se convertirá en una suerte de pesadilla, desgrana la historia de un asesino a sueldo en fase terminal. Un español cuya vida ha transcurrido en Buenos Aires y al que un cáncer le va corroyendo por dentro. Mitiga su dolor a golpe de morfina y alivia su pena a fuerza de sexo (pagado). Es un cadáver viviente que se dispone a deambular por la Argentina profunda en el que será su viaje definitivo.
Rebollo, que dinamita los consejos de los manuales del perfecto guión haciendo que la voz en off acompañe todo su relato y que repita lo que estamos viendo y oyendo, aunque a veces diga  lo contrario de lo que se muestra en un desplazamiento más curioso que solvente, acude a José Sacristán, el más triste de nuestros actores, para que le regale una actuación de capricho. Y lo es en el doble sentido de la expresión. Un regalo por lo soberbia que resulta la presencia de Sacristán en algunos pasajes y una insustancialidad por lo gratuita –por culpa de la escritura del personaje- que resulta su presencia en otros momentos.
En el penúltimo plano, observar a Sacristán lamer un helado en un gesto que se supone está cargado de significado, parece evocar el célebre gag con el que hace ya muchos años, Toni Leblanc se comió en TVE una manzana ante un público que reía estupefacto. Funcionó entonces pero una vez visto y reído, nadie necesita volver a verlo. Ese es el peligro que atraviesa a buena parte de este filme a veces bellísimo, y  a veces, irrelevante y anodino.
Grave es el problema que atenaza a El muerto y ser feliz. Grave porque Rebollo ha minado todo el filme con infinidad de sugerentes gestos, lo ha llenado con poliédricas esquinas que nunca son lo que parece pero no puede, no sabe o no quiere dar carnalidad y aliento a sus personajes.
De ese modo, su proceso vital no fluye por el bombeo sanguíneo de sus protagonistas, sino que parece emanar por el capricho del plano, por la hermosura de la localización, por el retruécano estilístico o por la fascinación que Rebollo sintió al disfrutar con algún referente. Y es que Rebollo poco o nada cuenta de “su” asesino que ni logra zafarse de la sombra del que Jim Jarmusch dibujó en The limits of Control (2009) ni acaba conformando la gran y conmovedora esencia que llevaba dentro. ¿Mal filme? Simplemente fallido y lleno de pequeños e impagables destellos desaprovechados.
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