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Sacerdotes y soldados
Titulo Original: ELEFANTE BLANCO Dirección y guión: Pablo Trapero Guión: Alejandro Fadel, Martín Mauregui, Santiago Mitre y Pablo Trapero Intérpretes: Ricardo Darín, Jérémie Rénier y Martina Gusman Nacionalidad: España y Argentina. 2012 Duración: 97 minutos ESTRENO: Julio 2012
El tema central de Elefante blanco aparece guiado por el respeto y la reivindicación hacia la figura del padre Múgica, un sacerdote argentino asesinado en 1974, sin que todavía hoy judicialmente se haya hecho la luz sobre un crimen de raices oscuras e intereses bastardos. Sin embargo no se trata de un espejo biográfico de aguas profundas sino de un eco, una ficción contemporánea donde la sangre se impone junto al dolor y la desesperanza en análogo escenario. Elefante blanco musita una canción triste, la de la imposibilidad de contrarrestar la maldad, la injusticia y la brutalidad del ser humano. En su seno, sus principales protagonistas actúan como la figura del joven Agustín, aspiran a vaciar el océano con la ayuda de una simple concha.
Escrita y dirigida por Pablo Trapero, Elefante blanco pasa por ser su película más vista, más aplaudida, más llorada. También probablemente por eso, resulta la más convencional, la que en algún modo ensaya la fusión ¿ imposible ? entre el cine de actor y palabra, propio de la cinematografía oficial argentina, y el nuevo cine, sin actores y con poca palabra, de una generación a la que Trapero representa o ¿ representaba ?
No veo que Elefante blanco suponga un sustancial alejamiento de las maneras que en su primer filme, Mundo grúa (1999), mostró Trapero. Más bien se trata de un peldaño más en un proceso evolutivo establecido paso a paso, filme a filme, con cada una de sus siguientes obras. Si se repasa ese proceso: El bonaerense (2002), Familia rodante (2004), Nacido y criado (2006), Leonera (2008) y Carancho (2010): la estrategia seguida por Trapero no admite dudas.
Trapero pasó de la crónica negra cuasi documental, cine de no ficción de un veterano músico abocado a la miseria en su edad adulta como metáfora de la propia sociedad argentina que era Mundo grúa, a Carancho, donde Ricardo Darín ya establecía esa cabeza de puente con el gran público de habla española. En el proceso, Trapero ha pagado un tributo fundamental. Paulatinamente, la ficción, y con ella el melodrama como artificio que alienta el atractivo del relato, se ha impuesto. En ese proceso, una figura decisiva se ha repetido, la actriz Martina Gusman; compañera en la vida real del realizador y cuya presencia en sus filmes resulta casi totémica. Precisamente su personaje en esta historia de dos sacerdotes enfrentados a un mundo de chabolas, droga y miseria, provoca la principal grieta a la solidez de esta reflexión sobre el compromiso religioso y social. Una reflexión que reitera el común denominador del cine de Trapero: su querencia por mostrar las huellas borradas de los desheredados. Es ésta una manera de hacer del cine un instrumento de esperanza a fuerza de representar la desesperación de quienes en el mundo reciben el papel de víctimas sin nombre propio.
El filme se abre -es lo mejor-, con vigor extraordinario y casi en silencio, con un paso a dos. Uno, Darín, su rostro, domina la pantalla. Un scanner escruta su cerebro. El otro; un hombre angustiado, se oculta en la selva. Entre sombras, se percibe una matanza. Son dos hombres enfrentados al miedo. Miedo interior al propio cuerpo que preludia el crepúsculo y miedo exterior a la crueldad extrema de quien no respeta la vida ajena. Ambos se reunen en un escenario presidido por la arquitectura inconclusa de un hospital fantasma paralizado por la corrupción política. Ambos habitan un territorio comanche en el que la vida se pierde fácil y vale poco. Con ellos Trapero (d)escribe un valiente y notable diagnóstico perjudicado por un romance que nada añade a lo que está denunciando. Como tampoco ayuda un desenlace policíaco estilo Hollywood. No obstante, perdura su testimonio.
Escrita y dirigida por Pablo Trapero, Elefante blanco pasa por ser su película más vista, más aplaudida, más llorada. También probablemente por eso, resulta la más convencional, la que en algún modo ensaya la fusión ¿ imposible ? entre el cine de actor y palabra, propio de la cinematografía oficial argentina, y el nuevo cine, sin actores y con poca palabra, de una generación a la que Trapero representa o ¿ representaba ?
No veo que Elefante blanco suponga un sustancial alejamiento de las maneras que en su primer filme, Mundo grúa (1999), mostró Trapero. Más bien se trata de un peldaño más en un proceso evolutivo establecido paso a paso, filme a filme, con cada una de sus siguientes obras. Si se repasa ese proceso: El bonaerense (2002), Familia rodante (2004), Nacido y criado (2006), Leonera (2008) y Carancho (2010): la estrategia seguida por Trapero no admite dudas.
Trapero pasó de la crónica negra cuasi documental, cine de no ficción de un veterano músico abocado a la miseria en su edad adulta como metáfora de la propia sociedad argentina que era Mundo grúa, a Carancho, donde Ricardo Darín ya establecía esa cabeza de puente con el gran público de habla española. En el proceso, Trapero ha pagado un tributo fundamental. Paulatinamente, la ficción, y con ella el melodrama como artificio que alienta el atractivo del relato, se ha impuesto. En ese proceso, una figura decisiva se ha repetido, la actriz Martina Gusman; compañera en la vida real del realizador y cuya presencia en sus filmes resulta casi totémica. Precisamente su personaje en esta historia de dos sacerdotes enfrentados a un mundo de chabolas, droga y miseria, provoca la principal grieta a la solidez de esta reflexión sobre el compromiso religioso y social. Una reflexión que reitera el común denominador del cine de Trapero: su querencia por mostrar las huellas borradas de los desheredados. Es ésta una manera de hacer del cine un instrumento de esperanza a fuerza de representar la desesperación de quienes en el mundo reciben el papel de víctimas sin nombre propio.
El filme se abre -es lo mejor-, con vigor extraordinario y casi en silencio, con un paso a dos. Uno, Darín, su rostro, domina la pantalla. Un scanner escruta su cerebro. El otro; un hombre angustiado, se oculta en la selva. Entre sombras, se percibe una matanza. Son dos hombres enfrentados al miedo. Miedo interior al propio cuerpo que preludia el crepúsculo y miedo exterior a la crueldad extrema de quien no respeta la vida ajena. Ambos se reunen en un escenario presidido por la arquitectura inconclusa de un hospital fantasma paralizado por la corrupción política. Ambos habitan un territorio comanche en el que la vida se pierde fácil y vale poco. Con ellos Trapero (d)escribe un valiente y notable diagnóstico perjudicado por un romance que nada añade a lo que está denunciando. Como tampoco ayuda un desenlace policíaco estilo Hollywood. No obstante, perdura su testimonio.