Del sistema escolar y del fracaso familiar 
Título Original: ELS NENS SALVATGES Dirección: Patricia Ferreira Guión: Patricia Ferreira y Virginia Yagüe Intérpretes: Marina Comas, Albert Baró, Àlex Monner, Aina Clotet , Clara Segura y  Ana Fernández  Nacionalidad: España y Francia. 2012   Duración: 97 minutos ESTRENO: Junio 2012

Acudir a Kurosawa, a su Rashomon, para acabar tejiendo un espejismo sobre la responsabilidad y la culpa, lleva a precipitarse por el camino del humo. O sea, a moverse a ciegas para correr hacia ningún lado. Ahí, en ninguna parte, deambulan errantes los adolescentes protagonistas de Los niños salvajes, un filme de Patricia Ferreira que triunfó en el pasado festival de Málaga. Pero hay que decir que se trata de un festival que gusta a los políticos por su glamour, hay mucha pasarela cañí, pero que carece de especial entidad para cualquier espectador iniciado que acude a un cine con la esperanza de ver algo más que una colección de rostros reconocibles.
Tampoco le ayuda mucho al filme de Patricia Ferreira el que su película no se estrene en su versión original, donde la mezcla entre catalán y castellano contribuye a esa necesaria autenticidad que en el doblaje se pierde por completo. La cuestión es que edificado con los ecos de una realidad escolar que pretende diseccionar, Los niños salvajes bebe de una tradición larga en títulos y tratamientos centrados en la encrucijada de la adolescencia entendida como ese tiempo interesante en la edad de los conflictos, las rebeldías y los arrebatos.
Así, como nuevos rebeldes sin causa, los tres jóvenes protagonistas de esta historia conforman un triángulo resbaladizo y equisdistante tanto del que dibujó Truffaut, con Jules et Jim, como del que pergeñó Bertolucci con Soñadores. A diferencia de ellos, Ferreira no se centra en las tensiones afectivas ni en las pulsiones sexuales de los tres lados de su triángulo, sino que reenfoca todo en la cuestión de la insatisfacción, en el fracaso familiar y escolar y en un empeño estéril por repartir responsabilidades que finalmente incurren en el paternalismo. A su favor está que Patricia Ferreira nos evita las vergonzantes concesiones que la ex-ministra de Cultura convocó en su Mentiras y gordas; la suya puede ser una obra fallida, pero no por ceder a tentaciones populistas.
Aquí  Álex Monner, Marina Comas y Albert Baró buscan algo más que el exhibicionismo corporal y el culto al éxtasis del groupie. Con ser escasos en recursos interpretativos, al menos los tres procuran componer unos personajes  con alguna entidad. Pero Ferreira, empecinada en el discurso nuclear de su película: sentar en el banquillo de los acusados el sistema educativo y el desbrujulamiento familiar, sacrifica lo subjetivo para realimentar una sociología ejemplarizante de escaso magnetismo.
Hay profesores sensibles e insensibles, padres ricos y pobres, autóctonos y emigrantes, ariscos y protectores…, pero en todos los casos los adultos adolecen de una falta de talento para educar en el afecto y la responsabilidad y se presentan como habitantes de un orden social incapaz de responder a las demandas juveniles.
A su lado, los cachorros salvajes, en realidad chavales asilvestrados con una empanada mental entre las cejas, conviven con una insatisfacción en la que no se hurga. En cuanto a la estructura aludida al comienzo, un interrogatorio policial para desvelar la culpabilidad de un hecho que solo al final se desvela, se percibe como un puro artificio para sostener una tensión narrativa que trata de ocultar la escasa intensidad de una escritura de guión tan bienintencionada como limitada. Más cerca de Historias del Kronen de Armendáriz que de La carnaza de Tavernier, el filme se mueve en un tono correcto, interesa pero no apasiona, amaga pero no golpea, apunta pero no dispara. Con todo, un blanco así siempre resulta generacionalmente interesante y al menos permite esbozar una instantánea en la que se entrevé más a quien la hace que a quienes ha retratado.
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