¡Qué bello es sobrevivir!
 
Título Original: LES NEIGES DU KILIMANJARO Dirección:  Robert Guédiguian  Guión: R. Guédiguian y Jean-Louis Milesi; según un poema de Victor Hugo Intérpretes: Ariane Ascaride, Jean-Pierre Darroussin, Gérard Meylan y Marilyne Canto Nacionalidad: Francia. 2011   Duración: 90 minutos ESTRENO: Abril 2012
Robert Guédiguian resulta inigualable. No porque sea un cineasta excepcional sino porque sus métodos, su libro de estilo y su actitud de director le confieren una singularidad que lo hacen inconfundible. Con el fluir de sus películas hemos visto envejecer a sus personajes; personajes encarnados casi siempre por los mismos actores que llevan años recreándose a sí mismos. Guédiguian no sólo ha permanecido fiel a su gente, a una especie de familia-cooperativa que una tras otra protagoniza sus películas ancladas a una suerte de realismo social; sino que, en ese proceso, ha inscrito una gráfica que muestra la deriva de esa izquierda europea que pasó del eurocomunismo al estado del bienestar. 
Además de la historia que aquí se cuenta, hay un común denominador propio de Guédiguian que en este Kilimanjaro alcanza una resignada plenitud: su compromiso político. En todos los filmes de Guédiguian, los obreros, los conflictos sociales, la injusticia, el racismo, los problemas de la gente humilde han ido tejiendo un feroz diagnóstico. En esa singladura Guédiguian ha pasado del orgullo sindical de sus primeros años a la desorientación actual de un tiempo de crisis en el que los obreros pueden ser objeto de deseo y robo para los más desheredados. De Marius y Jeannette, el filme que le dio a conocer en medio mundo, a estas nieves imaginarias, han cambiado muchas cosas en la Francia de Sarkozy. Marius y Jeannette, su película más cercana al Käurismaki del presente, rezumaba una indefinible sensación de orgullo de casta, de exaltación de clase. Ser obrero era ser. En su último filme, ser obrero en tiempos de desempleo sólo significa tener.
De manera que con la coartada del texto de Victor Hugo, la quintaesencia del escritor romántico del siglo XIX,  lo que Guédiguian ha ideado en la segunda década del siglo XXI, es una invitación a que la clase trabajadora de la Francia roja recupere el ser, “su ser”. Un ser que pasa por cuestionarse el valor del dinero, la necesidad de la solidaridad y el compromiso con el otro.
¿Juego de ingenuidad?  Sin duda. Hay indicios suficientes para sospechar algo así en este relato en el que se abrazan las buenas intenciones con las dudosas concesiones. Dicho de otro modo, en Las nieves del Kilimanjaro se edifica un monumento hueco al buen rollo, a la generosidad.
En algún modo, Guédiguian culmina con este filme el camino inverso al que en la primera mitad del siglo XX recorrió Frank Capra, uno de los cineastas más detestados e infravalorados por la crítica marxista de los años 60.  A Capra se le achacaba su actitud de fabulador desideologizado. Su confianza en el individuo, se decía, era el cáncer del movimiento social, un freno para el progreso de la lucha de clases. Sin embargo, aquel entusiasmo justiciero del Capra más emocional se oscureció en sus últimos años para alcanzar, tras la segunda guerra mundial, las puertas de un feroz pesimismo y una cínica lucidez. Guédiguian, cuya película coincide en su título con el del mítico filme de Henry King levantado sobre la novela de Ernest Hemingway, no titubea en entonar un canto feliz. Tampoco le importa dar la espalda al realismo que forjó su cine y que se entendía como verosímil por probable y probable por reiteración. Al contrario, hay en el dibujo de los dos niños objeto de la acción social de los protagonistas de Las nieves del Kilimanjaro, más idealización que la que Capra puso en el ángel de ¡Qué bello es vivir! Dicho de otra manera, la emoción que busca desesperadamente Guédiguian tiene mucho de rendición, de coartada sin filo. Ya no es justicia lo que se reclama sino compasión, caridad y abatimiento. Capra tenía fe; Guédiguian no encuentra la solución.
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