Historia de dos hermanos y un país
 

 

  
Dirección y guión:  Hirokazu Kore-eda  Intérpretes: Koki Maeda, Ohshirô Maeda, Nene Ohtsuka, Joe Odagiri, Kirin Kiki, Isao Hashizume, Yui Natsukawa, Hiroshi Nagasawa y Yoshio Harada Nacionalidad: Japón. 2011   Duración: 126 minutos
Con paciencia oriental y coherencia extrema Hirokazu Kore-eda está forjando una filmografía excepcional. Luego entraremos en recorrerla pero ahora podríamos recuperar una reflexión que quedó apenas apuntada con motivo de su estreno en el pasado festival de San Sebastián. El caso es que en la crónica de urgencia escrita con motivo de su presentación en Zinemaldia, se apuntaba un vértice común entre este Kiseki y The Straight Story de David Lynch. Ese punto convergente hay que buscarlo no en su contexto, puesto que en nada se parecen, sino en su capacidad de penetrar en el terreno de la emoción sin perder la compostura. Paradójicamente además, ambas comparten un epicentro sísmico que gira en torno a dos hermanos que inician un periplo para reencontrarse. En el caso del autor de Terciopelo azul, se mostraba un viaje postrero, testamental, en pos de un perdón crepuscular. En la obra de Kore-eda todo adquiere un tono epifánico, inaugural. Es el primer escalón hacia la madurez de sus dos niños protagonistas.
Kiseki ha sido traducido al castellano como “milagro”. En los paises de habla inglesa sin embargo se echa la suerte sobre la acepción de deseo. Ambos significados están implícitos en la expresión japonesa que resulta más precisa porque de lo que aquí se trata es de la posibilidad de convocar lo extraordinario que se desea. Dicho de otro modo, Kiseki plantea el cumplimiento prodigioso de aquello que se anhela profundamente, algo que en este cuento infantil con relámpagos de hondura sobrecogedora, Kore-eda desgrana con una convicción incontestable. En su espina dorsal Kore-eda tatúa la historia de dos hermanos separados por cientos de kilómetros de distancia. Pese a necesitarse y quererse, el distanciamiento de sus padres ha abierto un abismo que pretenden rellenar. El milagro es creer que si acuden al punto de cruce entre los dos trenes de alta velocidad que unen sus respectivos lugares de residencia y piden convivir de nuevo, se juntarán.
Desean volver a (re)unirse y para conseguirlo los dos hermanos, a quienes les acompañan amigos y gentes que les facilitarán el camino, dedican ¿todo? su esfuerzo. Al tiempo que ellos van cumplimentando las etapas para cubrir su peregrinación, Kore-eda se dedica a levantar un mural sobre el Japón actual, sobre las colisiones generacionales y sobre ese instante crucial en la vida de todo ser humano en el que hay que decidir entre anclarse a lo posible o resistir por lo que se sueña.
Así ese Kore-eda que nos estremeció en Distance al penetrar en el corazón de un bosque en el que se refugiaba el fundamentalismo terrorista de Verdad Suprema, el mismo que reinventó a Ozu para explicar que la dignidad no depende de la acumulación de los años, o el que parafraseó a Mizoguchi para poner en tela de juicio el concepto del honor más allá de la sumisión a una tradición irracional, mira aquí tangencialmente de nuevo el cine clásico japonés para revolver en la herencia de autores como Keisuke Kinoshita y reescribir la historia de un país en el que las contradicciones, lejos de repelerse, se entrelazan en una suerte de serenidad social que sujeta las emociones a golpe de ceremonial.
En Kiseki, Kore-eda extrae de los niños una materia expresiva magnética, subyugante y precisa. Conmueve porque no se conforma con especular con la sensiblería,  por más que su relato se manche con todos esos materiales, de los que tanto se ha abusado, del melodrama y el llanto. El verdadero milagro que al final del filme sacude al público consiste en eso, en saber hablar de los buenos sentimientos sin que esa voz suene a panfleto ni homilía.
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