Nuestra puntuación
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Un fallo febril pone de relieve las limitaciones del Zinemaldia
Con abucheos ante la decisión del jurado, quedó claro que nada ha mejorado en el festival donostiarra
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Como sugiere el transfondo argumental de Los pasos dobles, Concha de Oro del 59 Zinemaldia, cuyo guión gira en torno a una idea de repetición fantasmática, tras el espejismo de un prometedor inicio, al final se ha impuesto la evidencia de lo real: nada ha cambiado en un festival que se empecina en dilapidar sus mejores virtudes por falta de asumir una dirección personal. Condenado por presupuesto y relevancia a ser el último de los grandes festivales internacionales de categoría A, el festival donostiarra debe trazar una ruta de viaje ajena a las comparaciones, con la convicción de que apuesta por un cine de calidad, sin componendas ni concesiones y con la necesidad de cuidar hasta el último detalle. Ese último detalle significa, por ejemplo, poner a trabajar de verdad a los jurados que, por alguna extraña razón, se empeñan en premiar cualquier cosa.
Cierto es que con una sección oficial más sólida se evitarían fallos tan discutibles, pero no lo es menos, que año tras año, como una maldición, se repite un desacierto que, en la 59 edición, ha sido monumental. Y lo ha sido no porque Los pasos dobles sea una mala película, que no lo es; tampoco resulta, como algunos han insinuado, ininteligible. Al contrario, si de algo peca el filme de Lacuesta es de naif. En el debe de su irregular y fascinante contenido hay que acumular una epidérmica puesta en escena, una autocomplacencia de postal y cierta arrogancia en su director un poco al estilo de repelente niño Vicente que cree descubrir África cuando en realidad ha pasado por allí como un turista guiado por un generoso anfitrión, Miquel Barceló,
Cuando se producen malas decisiones se provocan reacciones inoportunas y en ese camino Isaki Lacuesta ha sido víctima de su propia vanidad al hacer declaraciones cuando menos desafortunadas. Por ejemplo, cuando repudia Lacuesta a la crítica y llama a los niños para que disfruten con su filme, ¿se refiere a la crítica que le considera un gran director hasta el punto de aplaudir incondicionalmente como obras importantes lo que no son sino reportajes correctos, pequeños ensayos y ejercicios de prueba-error o habla sólo de aquellas referencias periodísticas que se acercan al insulto y la descalificación? Entre ambos extremos, se encuentra la verdadera catalogación crítica de un cineasta interesante, con una capacidad de trabajo inmensa pero con una excesiva prisa, tanto que, como acontece en Los pasos dobles, malgasta lo que en su interior alberga a causa de una preocupante impaciencia para penetrar en ese paisaje y paisanaje que su cámara retrata.
Pero la cuestión no reside en discutir la mayor o menor valía de un filme, sino en tratar de comprender por qué el jurado actúa con tanto desprecio por el sentido común, como si su decisión no implicase consecuencia alguna.
Es probable que a Frances McDormand se le haya olvidado pero todavía tiemblan las paredes del Victoria Eugenia ante el despropósito del fallo de 1990 con Ken Loach a la cabeza. Se decidió entonces que Muerte entre las flores, de su marido Joel Coen, no debía ser premiada por razones que sólo los miembros del jurado debían conocer. En su lugar barrió Las cartas de Aloú, un humilde y esforzado filme que además significó para su protagonista, que no actor, principal, Mulie Jarju, la Concha de Plata a la mejor interpretación. Un despropósito del jurado y una humillación para todos los actores profesionales presentes en aquella edición. Lo paradójico es que Loach, que tanto lamentaba y que se negó a premiar a los Coen, escogió como actriz protagonista a Frances McDormand para la que sigue siendo su mejor película; Agenda oculta.
Extrañas paradojas que podrían significar que en un futuro próximo a José Coronado, responsable de una de las mejores interpretaciones masculinas de esta edición se lo rifen Alex de la Iglesia, Bent Hamer y Guillermo Arriaga, los mismos que ahora no han querido reconocer su brillante interpretación. ¿Alguien duda que José Coronado tiene más posibilidades de trabajar con cualquiera de ellos que el actor griego ganador de la Concha de Plata quien, por otro lado, no tiene culpa alguna? La pregunta es obvia: ¿por qué no se premia en público lo que en privado se desea?
La historia del Zinemaldia rebosa en torpezas semejantes a la de este año. Hirokazu Kore-eda sabe muy bien qué significa ser atropellado. A nadie le debe extrañar que el cineasta japonés, uno de los mejores de su generación, subiera a recoger un premio menor en zapatillas. Otros, en su lugar, ni hubieran estado.
Hubo años lamentables como aquél en el que se despreció a Tavernier a favor de un olvidado filme de Imanol Uribe con Pajares en la playa en una especie de landismo progresista y hay que evocar las penosas ediciones que no se atrevieron a premiar a Terry Gilliam, Michael Winterbottom ni Claude Chabrol, entre otros grandes cineastas de nuestro tiempo. Nombres inmensos han pasado por Donostia, pero sus huellas no aparecen en el palmarés.
Un festival es, entre otras cosas, lo que premia. Ahora que se están divulgando los reportajes sobre la historia del Zinemaldia, estremece constatar que cuando se habla de algunos premiados, ni siquiera los más eruditos del lugar consiguen aportar alguna otra película suya merecedora de ser recordada. Por eso produce cierto enfado entre la crítica la decisión del jurado. No porque no se coincida con el fallo, personalmente encontraba media docena de películas premiables sin que el haber escogido una u otra hubiera sido un hecho para discrepar con la decisión.
Lo intolerable es que el palmarés, año tras año, se llene de películas irregulares y menores y de autores de escaso pasado, dudoso presente y probablemente ningún futuro (cinematográfico). Y eso es lo que año tras año defienden quienes abuchean –probablemente de manera inoportuna pero comprensible- lo calamitoso de tan frívolos jurados.
La cuestión es que este año debe verse como de transición irregular. Han sobrado ciclos como el dedicado al cine noir norteamericano cuya selección nada descubre ni nada aporta, cualquier cine club la hubiera organizado con los mismos títulos. Es más, cualquier aficionado posee el 90% de las películas programadas, en su videoteca particular. También ha pasado sin pena ni gloria el ciclo del cine chino digital y en general hay que asumir que el programa estaba sobrecargado sin necesidad. Pero lo más grave es que ha faltado valentía y voluntad de riesgo y algo más de coherencia en la sección oficial. Algunos denuncian la escasez de luminarias, pero en año de crisis tampoco parece oportuno pedir más.
Pobre balance que aporta una luz de esperanza ya que será muy fácil mejorarlo el próximo año, cuando el Zinemaldia celebre su sexagésima edición.
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Un fallo febril pone de relieve las limitaciones del Zinemaldia
Con abucheos ante la decisión del jurado, quedó claro que nada ha mejorado en el festival donostiarra
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Como sugiere el transfondo argumental de Los pasos dobles, Concha de Oro del 59 Zinemaldia, cuyo guión gira en torno a una idea de repetición fantasmática, tras el espejismo de un prometedor inicio, al final se ha impuesto la evidencia de lo real: nada ha cambiado en un festival que se empecina en dilapidar sus mejores virtudes por falta de asumir una dirección personal. Condenado por presupuesto y relevancia a ser el último de los grandes festivales internacionales de categoría A, el festival donostiarra debe trazar una ruta de viaje ajena a las comparaciones, con la convicción de que apuesta por un cine de calidad, sin componendas ni concesiones y con la necesidad de cuidar hasta el último detalle. Ese último detalle significa, por ejemplo, poner a trabajar de verdad a los jurados que, por alguna extraña razón, se empeñan en premiar cualquier cosa.
Cierto es que con una sección oficial más sólida se evitarían fallos tan discutibles, pero no lo es menos, que año tras año, como una maldición, se repite un desacierto que, en la 59 edición, ha sido monumental. Y lo ha sido no porque Los pasos dobles sea una mala película, que no lo es; tampoco resulta, como algunos han insinuado, ininteligible. Al contrario, si de algo peca el filme de Lacuesta es de naif. En el debe de su irregular y fascinante contenido hay que acumular una epidérmica puesta en escena, una autocomplacencia de postal y cierta arrogancia en su director un poco al estilo de repelente niño Vicente que cree descubrir África cuando en realidad ha pasado por allí como un turista guiado por un generoso anfitrión, Miquel Barceló,
Cuando se producen malas decisiones se provocan reacciones inoportunas y en ese camino Isaki Lacuesta ha sido víctima de su propia vanidad al hacer declaraciones cuando menos desafortunadas. Por ejemplo, cuando repudia Lacuesta a la crítica y llama a los niños para que disfruten con su filme, ¿se refiere a la crítica que le considera un gran director hasta el punto de aplaudir incondicionalmente como obras importantes lo que no son sino reportajes correctos, pequeños ensayos y ejercicios de prueba-error o habla sólo de aquellas referencias periodísticas que se acercan al insulto y la descalificación? Entre ambos extremos, se encuentra la verdadera catalogación crítica de un cineasta interesante, con una capacidad de trabajo inmensa pero con una excesiva prisa, tanto que, como acontece en Los pasos dobles, malgasta lo que en su interior alberga a causa de una preocupante impaciencia para penetrar en ese paisaje y paisanaje que su cámara retrata.
Pero la cuestión no reside en discutir la mayor o menor valía de un filme, sino en tratar de comprender por qué el jurado actúa con tanto desprecio por el sentido común, como si su decisión no implicase consecuencia alguna.
Es probable que a Frances McDormand se le haya olvidado pero todavía tiemblan las paredes del Victoria Eugenia ante el despropósito del fallo de 1990 con Ken Loach a la cabeza. Se decidió entonces que Muerte entre las flores, de su marido Joel Coen, no debía ser premiada por razones que sólo los miembros del jurado debían conocer. En su lugar barrió Las cartas de Aloú, un humilde y esforzado filme que además significó para su protagonista, que no actor, principal, Mulie Jarju, la Concha de Plata a la mejor interpretación. Un despropósito del jurado y una humillación para todos los actores profesionales presentes en aquella edición. Lo paradójico es que Loach, que tanto lamentaba y que se negó a premiar a los Coen, escogió como actriz protagonista a Frances McDormand para la que sigue siendo su mejor película; Agenda oculta.
Extrañas paradojas que podrían significar que en un futuro próximo a José Coronado, responsable de una de las mejores interpretaciones masculinas de esta edición se lo rifen Alex de la Iglesia, Bent Hamer y Guillermo Arriaga, los mismos que ahora no han querido reconocer su brillante interpretación. ¿Alguien duda que José Coronado tiene más posibilidades de trabajar con cualquiera de ellos que el actor griego ganador de la Concha de Plata quien, por otro lado, no tiene culpa alguna? La pregunta es obvia: ¿por qué no se premia en público lo que en privado se desea?
La historia del Zinemaldia rebosa en torpezas semejantes a la de este año. Hirokazu Kore-eda sabe muy bien qué significa ser atropellado. A nadie le debe extrañar que el cineasta japonés, uno de los mejores de su generación, subiera a recoger un premio menor en zapatillas. Otros, en su lugar, ni hubieran estado.
Hubo años lamentables como aquél en el que se despreció a Tavernier a favor de un olvidado filme de Imanol Uribe con Pajares en la playa en una especie de landismo progresista y hay que evocar las penosas ediciones que no se atrevieron a premiar a Terry Gilliam, Michael Winterbottom ni Claude Chabrol, entre otros grandes cineastas de nuestro tiempo. Nombres inmensos han pasado por Donostia, pero sus huellas no aparecen en el palmarés.
Un festival es, entre otras cosas, lo que premia. Ahora que se están divulgando los reportajes sobre la historia del Zinemaldia, estremece constatar que cuando se habla de algunos premiados, ni siquiera los más eruditos del lugar consiguen aportar alguna otra película suya merecedora de ser recordada. Por eso produce cierto enfado entre la crítica la decisión del jurado. No porque no se coincida con el fallo, personalmente encontraba media docena de películas premiables sin que el haber escogido una u otra hubiera sido un hecho para discrepar con la decisión.
Lo intolerable es que el palmarés, año tras año, se llene de películas irregulares y menores y de autores de escaso pasado, dudoso presente y probablemente ningún futuro (cinematográfico). Y eso es lo que año tras año defienden quienes abuchean –probablemente de manera inoportuna pero comprensible- lo calamitoso de tan frívolos jurados.
La cuestión es que este año debe verse como de transición irregular. Han sobrado ciclos como el dedicado al cine noir norteamericano cuya selección nada descubre ni nada aporta, cualquier cine club la hubiera organizado con los mismos títulos. Es más, cualquier aficionado posee el 90% de las películas programadas, en su videoteca particular. También ha pasado sin pena ni gloria el ciclo del cine chino digital y en general hay que asumir que el programa estaba sobrecargado sin necesidad. Pero lo más grave es que ha faltado valentía y voluntad de riesgo y algo más de coherencia en la sección oficial. Algunos denuncian la escasez de luminarias, pero en año de crisis tampoco parece oportuno pedir más.
Pobre balance que aporta una luz de esperanza ya que será muy fácil mejorarlo el próximo año, cuando el Zinemaldia celebre su sexagésima edición.
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