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De la eficacia de Urbizu al delirio de Kim Ki-duk
La interpretación de José Coronado salva la primera jornada
…………………………………………………………………………………………………Que No habrá paz para los malvados fuera la primera película a concurso en la Sección Oficial no es casualidad. Fue prácticamente la primera en ser seleccionada, estaba apalabrada incluso cuando todavía se encontraba en la fase de postproducción. Las razones para ello, incontestables. La autoría del siempre solvente Enrique Urbizu, su pertenencia al género negro por el que los responsables del Zinemaldia sienten debilidad y el impecable trabajo actoral de José Coronado sostienen un filme que comienza fulgurante y que concluye con una amenaza tan inquietante como hiperbólica. El pero es que, entre medio, apenas hay nada.
El otro filme a concurso se debe
a un viejo conocido de Donostia, el coreano Kim Ki-duk, un autor que practicó un poético cine de la crueldad y que desde hace unos años vive en el vacío lírico de la inanidad. Amén confirma ese desmoronamiento sin límite ni destino. Fuera de concurso, Bertsolari, un documental de casa, dio una lección emocionante de cómo se puede entender y transmitir qué es eso de la poesía. Es probable que si el filme de Urbizu hubiera sido colocado a mitad de semana, gracias a su sobriedad y su solidez, habría sido recibido como una tabla de salvación en medio de delirios como los que Amén nos ataca. Pero encabezar la línea de salida y hacerlo con muchas expectativas necesariamente genera decepción. Especialmente porque No habrá paz para los malvados no deja de ser sino un correcto filme de alcance corto y de densidad psicológica escasa.
En síntesis lo que el filme de Urbizu construye gira en torno a la sed bíblica que le aqueja a un agente de policía en horas bajas. Urbizu y Gaztambide hablan de la venganza, de la soledad, del fracaso,… estilemas propios del cine noir, prolongación actual del antihéroe arquetípico forzado a enfrentarse solo a todo un sistema. El personaje de Coronado podría habérselo imaginado e incluso interpretado Clint Eastwood, encaja en sus maneras. Pero esto no es América, no somos un país que crea en épicas policiales; no escribimos la leyenda, ni somos fieles a la Historia, simplemente abrazamos la caricatura. Tanto que si levantamos el barniz de género que les separa, en Santos Trinidad, el agente que encarna Coronado, se perciben torrentianas maneras propias de Santiago Segura. En su exceso de abandono, en su insistencia en beber las copas echándose la mitad en la camisa, en su vocación de antimadridista colchonero y en algunos toques de insolencia irreverente que provoca la sonrisa.
Por todo ello
Trinidad se abisma hacia el arquetipo y se aplana. Esa esclerosis dramática (pro)viene de la necesidad de esculpir un personaje solitario de quien nada sabemos y a quien le aqueja un remordimiento poco explicado y peor entendido. No obstante con un personaje sin ADN, Urbizu obtiene un partido extraordinario a golpe actoral y gracias a su inteligente planificación para las secuencias de acción. De hecho No habrá paz para los malvados levanta el telón con trepidante secuencia, con un mazazo al espectador semejante, a su manera, al que abría el Pa negre de Agustí Villaronga. Violenta, seca, eléctrica esa primera aparición hace esperar que Santos Trinidad sea una especie de ángel exterminador, un martillo para el narcotráfico capaz de salirse de la pantalla. No lo hace porque durante muchos, demasiados, minutos, el filme se queda en tierra de nadie empeñado, al estilo de Pedro Jota, en dar legitimidad a una trama criminal que demuestre la conexión entre, en este caso, el narcotráfico colombiano y el terrorismo islámico fundamentalista. Así que la consecuencia de tanto engarce deja a Santos Trinidad en una situación poco activa. Como lo propio del héroe es la acción y aquí ésta desaparece durante tres cuartas partes de la película, como además la soledad de Santos Trinidad resulta proverbial, Urbizu acude, como el mejor cine clásico de Hollywood, a los secundarios para que sean ellos los que saquen adelante la papeleta. Y lo hacen, con Coronado al frente y con una cámara bien situada, precisa pero sin acabar de creer en lo que se cuenta.

El poeta, la bailarina y el espíritu santo
Si la mirada de Urbizu peca de incredulidad, la de Kim Ki-duk rebosa un misticismo de monaguillo tercermundista. Hace años, desde El arco, más o menos, el director coreano se subió a las nubes y en ellas continúa. De hecho, el plano de apertura comienza en las nubes. Su título, Amén, resulta indicativo de lo que nos aguarda en su interior. Amén implica aceptación, un así sea con el que María, la madre de Jesucristo, aceptó el mensaje de Gabriel, su anunciación según los textos evangélicos.
Con Godard en la gatera y su propio currículum en la cartera, Kim Ki-duk, el cineasta que en su juventud vagabundeó por París ganándose la vida como pintor, según decía hace quince años su biografía, realiza una incursión en ese pasaje bíblico recreado en tiempo presente. Tiempo presente para un cine trasnochado que crece en torno a la culpa para seguir a una bailarina desorientada que recorre Europa en busca de “su pintor”. Concebida sin gracia alguna mientras permanece inconsciente al estilo Almodóvar, o sea, violada, que también de Almodóvar bebe este singular coreano, y con una cámara al estilo de los Dardenne, los 75 minutos que dura este viaje turístico por Francia e Italia se antojan excesivos, reiterativos, gratuitos y predecibles. Colocar palomas callejeras, ratas aladas las llamó Woody Allen, en una torpe escenificación para resaltar el símbolo del Espíritu Santo y la Anunciación, sería razón más que fundada para echar de una escuela de cine a cualquiera que lo intentara. Pero no hay que engañarse. Hay mucho analfabeto titulado y mucho director que nada dirige. Lo de Kim Ki-duk da lástima porque hubo un tiempo en que su cine conmocionaba. Amén y su mensaje antiabortista, sus zapatitos de bebé, su periplo poético y su nada absoluta hacen temer que el interesante cineasta que alguna vez fue, tardará tiempo en regresar a nuestras pantallas.
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