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Glenn Close da una lección de virtuosismo al frente de una orquesta sin batuta
Rodrigo García y Sarah Polley comparten la pobreza de un cine sin fuerza
…………………………………………………………………………………………………El género, la identidad sexual, fue el común denominador de la tercera jornada. A un lado, Rodrigo García, un cineasta colombiano pulcro, retórico y folletinesco. Al otro, Sarah Polley, una directora canadiense que debutó como actriz cuando tenía cuatro años. Veinte años mayor, Rodrigo García, (Cosas que diría con solo mirarla, Nueve vidas,…) pasa por ser un director con querencia por los retratos femeninos.
Sarah Polley
, (1979), la protagonista de El dulce porvenir de Atom Egoyan, tras debutar hace cinco años con Lejos de ella, una reflexión sobre el Alzheimer, escoge para su segunda película como directora un terreno que le aproxima mucho al hacer de Isabel Coixet con quien trabajó en Mi vida sin mí. En un caso se trata de un hombre que cree conocer bien a las mujeres, en el otro, de una mujer que compone personajes masculinos como si no los conociera. Ambos filmes se pierden, convergen y se abrazan en tierra de nadie, ambos practican un cine con anemia. Eso no quiere decir que todo en ellos sea deleznable, al contrario. En ambos casos se perciben ambiciones, esfuerzo, ideas y algún talento. Pero ambas películas desfallecen, ambas caen y se traicionan.
Hay una secuencia mágica en Albert Nobbs, el filme de Rodrigo García, que resulta memorable. En ella se asiste a un milagro interpretativo. Sus dos principales protagonistas, Glenn Close y Mia Wasikowska interpretan a dos mujeres que viven en la sociedad irlandesa de finales del XIX disfrazadas como hombres. Sus personajes han convertido su existencia en una farsa. Sus ropas de hombre, sus modales pretendidamente masculinos engañan a los adultos, pero inquietan a los niños que saben que algo hay en ellas/ellos que no encaja. Son mujeres que aman a mujeres, son lesbianas en una sociedad que ni siquiera osa imaginar su existencia, son personajes disfrazados que se niegan su identidad en medio de una atmósfera decididamente hipócrita. Ese momento de lucidez que deslumbra en el interior de Albert Nobbs corresponde a un instante de valentía acuciado por el dolor. Ambas mujeres, que durante años han sido socialmente hombres, se visten con ropas de mujer y salen del escondite. En ese instante de libertad, con las ropas que les corresponde, ambas se comportan como hombres disfrazados de mujeres, ambas resultan esencialmente falsas. Y ambas, Glenn Close y Maria Doyle Kennedy, confieren en ese instante un relámpago de verdad a una película que se sabe de cartón-piedra.
Coguionista, coproductora y principal protagonista, Glenn Close brilla en y con su personaje. Su rostro exuda el dolor de miles de seres humanos obligados a ocultar su naturaleza; en su periplo personal se asoma la tragedia de millones de existencias patéticas. Había mucho guión y un gran tema para un director, Rodrigo García, al que le viene grande el encargo. Su Albert Nobbs se ahoga en el artificio. Su puesta en escena resulta afectada y teatral. Su cámara torpe y cansina. En un cineasta que había hecho de las historias corales, del entrecruzamiento de personajes y situaciones su principal seña de identidad, resulta inexplicable su pobreza a la hora de configurar ese microcosmos representado en el servicio doméstico de los empleados de un hotel decimonónico. García no arropa ni sujeta, y en consecuencia no sostiene, la insoportable soledad de su Albert Nobbs/Glenn Close. Y sin un director capaz de armonizar el virtuosismo de su solista con la réplica orquestal, Glenn Close, cuyo parecido con Robin Williams resulta inquietante, hace lo único que le es posible, brillar fulgurante para quemarse en medio de tan poca autenticidad.

Peter Pan también puede ser mujer
El fundamento de Take this waltz, la idea nuclear que le confiere su razón de ser, aparece en un diálogo postrero, antes de la última despedida. En él, a Margot, la indecisa, insoportable y cargante protagonista del filme, su amiga alcohólica le recuerda que en la vida siempre hay un vacío con el que es necesario convivir. Ese vacío que adquiere la forma de la duda, de la inmadurez permanente, de ese ser y no ser que configura la existencia humana es al que Sarah Polley le dedica la mayor parte de sus 116 minutos. Pero Polley confunde el vacío, esa oquedad interior que desgarra, con el decir nada, de modo que Polley emplea casi dos horas de nada para una situación a la que le sobran canciones y le falta sustancia.
El vals que se baila en este filme marea. Gira y gira sin sentido al servicio de una actriz, Michelle Williams, que no cesa de hacer mohines, gestos, caritas,… Sarah Polley la utiliza para hablar de la incertidumbre ante el compromiso, del deseo, del sexo y del amor. Lo que ocurre es que su Margot carece de atractivo alguno. Simple, caprichosa, decididamente tonta, su apabullante presencia hace crecer en el espectador el deseo de que en algún instante aparezca algo o alguien que le quite de golpe toda su idocia. Espera inútil porque Polley dibuja los personajes masculinos al servicio de una convencional idea femenina. Oír en la secuencia cumbre y húmeda el largo parlamento con el que su pretendiente tienta a la (in)feliz casada, es percibir que ese hombre no es sino un títere que recita la proyección ideal de un príncipe azul imaginado por una burguesita tan progre como adocenada.
Polley comparte con Coixet una querencia por un romanticismo tan empalagoso ante el que espíritus con sangre en las venas pueden sufrir un colapso. Escuchar de fondo canciones como “caen las lágrimas en estéreo” no es una declaración de intenciones sino una declaración de guerra ante la que lo mejor es salir huyendo. Y sin embargo, el punto de partida puede dar lugar a una incursión por los recovecos del sentimiento, el amor y el compromiso tan necesaria como fructífera. Pero aquí Polley no consigue ni rozar levemente la esencia de lo que trata. Especialmente porque sus personajes son eso, muñecos sin densidad dramática, ni interés personal, puro capricho, elucubración infantil, “peterpanes” femeninos que repiten en clave de mujer las aburridas y reaccionarias fantasías que muchos autores hombres han cultivado durante toda su vida.
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