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El relato y la tra(d)ición
Título Original: DORIAN GRAY Dirección: Oliver Parker Guión: Toby Finlay; basado en la novela de Oscar Wilde Intérpretes: Ben Barnes, Colin Firth, Ben Chaplin, Rebecca Hall, Rachel Hurd-Wood y Emilia Fox Nacionalidad: Reino Unido. 2009. Duración: 112 minutos ESTRENO: Junio 2010
Oliver Parker tiene tan buen gusto como insólita trayectoria. Nacido en buena cuna, hijo de una Lady y un Sir, antes de ser director de cine fue un oscuro actor entusiasta del terror. Bajo las órdenes de Clive Barker se inició en el cine, (Hellraiser, 1987, Nightbreed, 1990), en ésta última compartió rodaje con David Cronenberg. Luego se hizo director y obtuvo, gracias a las adaptaciones de las obras de Oscar Wilde, Un marido ideal (1999) y La importancia de llamarse Ernesto (2002), una cierta reputación como solvente adaptador especialmente diestro para la comedia. En El retrato de Dorian Gray, Oliver Parker une su antigua pasión juvenil por el género fantástico, terror gótico, con la siempre brillante, poliédrica e irónica prosa del dramaturgo y novelista irlandés que se cuestionaba en Dorian Gray la inutilidad del arte y el narcisismo.
Dos grandes virtudes hacen de la única novela de Wilde un texto excepcional. La calidad literaria de uno de los escritores con mayor ingenio y mordacidad del XIX, y una historia de ecos fáusticos, reflejos shakespeareanos y sombras de Joris-Karl Huysmans. Por decirlo de otro modo, El retrato de Dorian Gray (novela) posee alta densidad. Su forma y su contenido no son ninguna broma superficial pese a que en su nacimiento, la crítica lo abucheara por decadente, afeminado y perverso. Probablemente esas sean las razones que más atraen a Oliver Parker quien, con el lastre del recuerdo de la adaptación de Albert Lewin, protagonizada por George Sanders y Hurd Hatfield en 1945, se mueve en el terreno de la ilustración devota.
Es decir, Parker, como ya hiciera con Ernesto, se pone al servicio del texto con más repeto que creatividad. Entre la traición y la tradición, opta por la devoción.Al cine británico le pasa como al cine español cuando trata de cuestiones pretéritas. No logra evadirse de la sospecha de la impostura del cartón-piedra. La diferencia es que el cine español, de conflictos civiles y tiempos decimonónicos, huele a boina y pana; mientras que el británico, sabe a té de las cinco y luce sombrero de copa. La cuestión es que poco importa que la película de Parker aporte apenas nada. Nos regala su fidelidad a la memoria de Wilde. Y Wilde y sus historias merecen la pena, aunque nos la cuenten a medias.