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Guerra, locura y LSD: la música del miedo
Título Original: The men who stare at goats Dirección: Grant Heslov Guión: Peter Straughan; basado en el libro de Jon Ronson Intérpretes: George Clooney, Jeff Bridges, Ewan McGregor, Kevin Spacey y Robert Patrick Nacionalidad: USA y Reino Unido. 2009 Duración: 93 minutos ESTRENO: Marzo 2010
En Buenas noches, y buena suerte, en riguroso blanco y negro, George Cloney recreaba el duelo entre Edward R. Murrow, un profesional del periodismo que hacía uso de su derecho a opinar enfrentándose al senador Joseph McCarthy, un político fundamentalista empeñado en resucitar la Inquisición. Todo en aquel extraordinario filme estaba contenido, medido, ralentizado. Cloney hablaba allí del fuego que abrasó Hollywood para denunciar que aquellas llamas calcinaron el cine clásico. A fuerza de ver comunistas detrás de cualquier película libre, independiente y beligerante el conservadurismo loco, que soñaba con las bombas atómicas de la URSS, asesinó lo mejor de su máquina de sueños. Al lado de Cloney estaba Grant Heslov pero entonces casi nadie reparó en que su nombre aparecía en el guión. Ha sido ahora, cuando nos enfrentamos al filme con el título más disparatado de los últimos años, cuando al remover en el pasado de Heslov, ha vuelto a reaparecer el citado filme sobre Murrow.
¿En qué se parecen Los hombres que miraban fijamente las cabras y Buenas noches, y buena suerte? En casi nada, habría que responder. Si es que beber del mismo ideario progresista parece escaso parecido.
La sobriedad de David Strathairn se posiciona en las antípodas del carnaval gestual de Jeff Bridges. El claroscuro de los años 50, sacudido por la caza de brujas y la perturbación ante el holocausto nuclear, parece más negro frente al colorido primero hippy y después posmoderno, entre los que se bambolea esta película inspirada en el libro de Jon Ronson. La solemnidad ahumada de la guerra Murrow-McCarthy aquí se hace sacrilegio de psiquiátrico. Pero sin embargo, entre una y otra, lo que está por debajo, lo que articula todo el relato es el miedo. Ese temor a lo irracional y la violencia que Michael Moore percibía en la que quizá sea su película más atinada, aunque no por ello menos demagógica, en donde se oculta la clave del por qué, habiendo en Canadá el mismo número de armas per capita que en EE.UU. los asesinatos se multiplican hasta el infinito en el país del sueño americano. Heslov, un hombre con mando en plaza dentro de ese clan de “rojos” solidarios a los que Cloney pone el rostro inteligente y comprometido, se enfrenta a un argumento estrafalario, heredero del sentido del humor que gentes como Anderson, Jonze, Kaufman y demás han acuñado como las señas de identidad del Hollywood del tercer milenio. Con una base más o menos verídica, pero con una irreprimible querencia por el rasgo grueso y la caricatura fina, Heslov se adentra en el interior de un grupo especial de soldados norteamericanos convertidos en armas “paranormales”. Hombres capaces de matar a una cabra con la fuerza del pensamiento, de ahí su título, pero que en manos de Heslov devienen en metáforas del despropósito militar de un país siempre preparado para la lucha paranoica y el exterminio.
Con un plantel de actores brillantes que aquí siguen brillando, entre tanta cabra loca y en medio de tanto desatino cabruno, el filme esculpe una inteligente comedia contra la estupidez, la envidia y la mediocridad. Un cordón umbilical une Vietnam y sus ácidos lisérgicos con Irak y sus demonios psicotrónicos.
La culpa, la mentira y la estulticia se retratan en clave de humor, sin juicios sumarísimos pero sin ceder ni un ápice sobre el mal que sacude al gran coloso militar, guardián del mundo: el miedo, el maldito miedo. Hablamos del mejor caldo de cultivo para que reine la mediocridad, crezca la envidia y se desmoronen los imperios. De eso trata este inclasificable filme.