Buscando la verdad en el corazón de la mentira

Título Original: Green Zone Dirección: Paul Greengrass Guión: Brian Helgeland según el libro de Chandrasekaran Intérpretes: Matt Damon, Greg Kinnear, Amy Ryan, Brendan Gleeson y Jason Isaacs Nacionalidad: EE.UU. Reino Unido y Francia. 2010 Duración: 100 minutos ESTRENO: Marzo 2010

Más allá del agotador aturdimiento que provoca la forma narrativa escogida por Paul Greengrass para describir los primeros días del derrocamiento de Saddam Hussein, sobrevuela en esta obra una inexplicable sensación de desconcierto. Es verdad que lo propio de los textos artísticos reside en su poder interrrogador pero no es menos cierto que en/con esa apelación al espectador también viene inscrito el ADN de su autor, su mirada moral, sus fantasmas ideológicos e incluso sus temores más profundos. La pregunta principal que nos inquiere aquí es simple: ¿Sufre Greengrass un décalage con respecto a los dibujos que de él teníamos, especialmente si juzgamos Bloody Sunday (2002) y United 93 (2006)? Sospecho que todo lo contrario. En todo caso, Green Zone transparenta la ubicación moral del cineasta británico, nos da sus coordenadas y de paso certifica los rasgos estilísticos de una autoría que gusta de equilibrar espectáculo y testimonio. Lo fácil sería concluir que en este filme, Greengrass funde la violencia y el laberinto del mundo de la CIA del nuevo Bond del siglo XXI con las reconstrucción cuasi documental de esos días negros en los que el mundo se sobrecoge. Pero no es verdad. No estamos ante un Bourne en el ojo del huracán de la guerra de Irak. Aquí la ficción no es inocente, aquí lo que se coloca sobre el lienzo de la pantalla sabe del verdadero horror. Por ello lo terrible de Green Zone reside en que apuntando a esa diana real, en el fuego que despliega hay demasiado fogueo. Ruido y confusión, algarabía y cuento.
El comienzo de Green Zone recuerda mucho a una secuencia que filmó, hace 23 años, Kubrick sobre la guerra de Vietnam en La Chaqueta Metálica. En ambos casos, un pelotón de soldados norteamericanos avanza hacia un objetivo defendido por un francotirador. En el filme de Kubrick, rodado en Londres, recreado desde el total artificio, al caer abatido el terrible enemigo se mostraba el símbolo. La visión de una campesina, casi una niña, acribillada, devenía en la alegoría del delirio. En el filme de Greengrass, donde el impacto de las balas resulta más devastador, el francotirador que también será abatido, permanece en el anonimato, apenas se percibe una sombra suya, una sombra sin nombre ni rostro que defiende el arsenal de las armas de destrucción masiva. O sea, defiende el vacío.
Rodada en el espacio real del conflicto, nada se muestra en esta secuencia del enemigo como nada se puede mostrar de esas armas que provocaron la guerra. El paso adelante que Greengrass da con respecto al filme de Kubrick es consecuente con el nuevo orden. En realidad, no hay enemigo. Nada ni nadie puede oponerse a la máquina letal del primer gobierno del mundo. De ahí que lo que Greengrass ilustra no sea sino un conflicto interno, una escaramuza entre hermanos. Paradójicamente aquí la CIA asume el papel del justo contra los atropellos del Washington de Bush Jr. Inspirada por un periodista del Washington Post, Green Zone consuma dos objetivos. Primero: reconocer que todo fue un montaje. Segundo: descargar de responsabilidad al ejército y las fuerzas de seguridad al explicar que hay norteamericanos buenos y malos. Tesis tan simple, constatación tan obvia, deja sin asideros a un filme que ofrece una factura técnica apabullante y una capacidad de reflexión exigua. Green Zone provoca frustración y al hacerlo, como los telediarios, se erige en arquetipo de nuestro tiempo. Si ante atropellos y denuncias como las que aquí se explicitan nadie se sienta en el banquillo de los culpables, ¿no derivará esto en una llamada al cinismo nihilista anclado en la aceptación sumisa del horror, la mentira y la muerte?
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