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El árbol contra el cemento
Título Original: ETZ LIMON Dirección: Eran Riklis Guión: Suha Arraf y Eran Riklis Intérpretes: Hiam Abbass, Ali Suliman, Doron Tavory, Rona Lipaz Michael, Tarik Copti y Amos Lavie Nacionalidad: Israel, Alemania y Francia 2008 Duración: 106 minutos ESTRENO: Octubre 08
Al comienzo de Los limoneros, anclado en esa zona vertebral en la que el guión se juega su verosimilitud, germina un trampantojo argumental escondido en la escritura del guión. De manera que el conflicto sobre el que descansa todo el largo proceso judicial, esa escalera hacia el cielo de la Justicia donde cada peldaño significa un nuevo tribunal, deviene en puro pretexto. Sobre él crece este filme de emoción contenida y de alcance largo que nace de un grave error de cálculo del aparato de seguridad del gobierno israelí. Un imposible, porque ¿qué incompetente servicio policial permitiría que la residencia del ministro de defensa estuviese al pie de un campo de limoneros palestino, excelente escondite-trampa para todo tipo de atentados?
Si el espectador acepta este espejismo y se dedica a lo que el filme le propone, todo lo demás le parecerá aceptable, real, cabal e incluso cercano. Al mismo tiempo, a Eran Riklis, esa absurda situación del punto de partida le viene bien para diseccionar la ridiculez cotidiana del conflicto palestino-israelí, ¿acaso no se empeñó Israel en levantar su estado judío en un campo de piedras y fuego?
Pero aquí no se trata ya de describir las condiciones de los terroristas suicidas ni de recrear el frente de batalla. Aquí todo adquiere la intención de adentrarse en los intersticios de la angustia de la sociedad civil, esa población inerme e indefensa que soporta lo irracional, el miedo y la muerte.
En Los limoneros se simplifica el conflicto de Oriente Medio a través de una fábula adulta llena de una poderosa sensualidad y gracias a un conmovedor relato. Cabe el error de tomar demasiado a la ligera este filme que en su desarrollo se muestra sencillo, directo e incluso excesivamente benigno y positivo. Pero que su director prefiera el estallido cromático de los limones al ensordecedor sonido de los disparos no significa que en este bello filme no respiren cuestiones hondas bajo el pretexto de una anécdota de proverbio. El argumento es simple. Como consecuencia de esa elección de la residencia particular de un ministro israelí al lado de un campo de limones, camuflaje ideal para realizar atentados, el aparato militar decide que hay que arrancar los limoneros, fuente de sustento de una bella viuda que, al lado de un anciano que durante toda su vida ha ayudado a la familia, cultiva con mimo el susodicho frutal.
Por lógica, ese campo almacena una metáfora esencial del conflicto político. Esos limoneros anclados en la tierra poseen raíces profundas cuya existencia ahora se ve amenazada por una culpa que ni la joven viuda ni su empleado representan. Reos de un temor en el que nada tienen que ver, Eran Riklis, al estilo del Zhang Yimou de Qiu Ju, una mujer china, convierte al personaje de Hiam Abbass en el motor de un periplo por el interior de la vida cotidiana de Israel. Lo mejor de la película reside en esos recovecos ilustrados por personajes secundarios, por diálogos breves, por presencias de un subterráneo juego de poder que mueve unos hilos de acero tan invisibles a la vista como cercenadores en su aplicación.
El filme de Eran Riklis desarrolla también una sensible historia de amor en medio de un estado de las cosas putrefacto. Una radiografía nada simplista hecha a golpe de arabescos emocionales, de engarzados políticos y de comprensiones sin complacencia ante las paradojas de la existencia. Además, si el filme de Riklis arranca sobre un trampantojo, culmina con un monumento a la idiocia humana. Eso y no otra cosa se antoja ese muro final que enjaula a quien lo levanta y que usurpa a unos y otros la grandeza esencial del paisaje: el gozo de un horizonte libre, originario y pacífico.
Si el espectador acepta este espejismo y se dedica a lo que el filme le propone, todo lo demás le parecerá aceptable, real, cabal e incluso cercano. Al mismo tiempo, a Eran Riklis, esa absurda situación del punto de partida le viene bien para diseccionar la ridiculez cotidiana del conflicto palestino-israelí, ¿acaso no se empeñó Israel en levantar su estado judío en un campo de piedras y fuego?
Pero aquí no se trata ya de describir las condiciones de los terroristas suicidas ni de recrear el frente de batalla. Aquí todo adquiere la intención de adentrarse en los intersticios de la angustia de la sociedad civil, esa población inerme e indefensa que soporta lo irracional, el miedo y la muerte.
En Los limoneros se simplifica el conflicto de Oriente Medio a través de una fábula adulta llena de una poderosa sensualidad y gracias a un conmovedor relato. Cabe el error de tomar demasiado a la ligera este filme que en su desarrollo se muestra sencillo, directo e incluso excesivamente benigno y positivo. Pero que su director prefiera el estallido cromático de los limones al ensordecedor sonido de los disparos no significa que en este bello filme no respiren cuestiones hondas bajo el pretexto de una anécdota de proverbio. El argumento es simple. Como consecuencia de esa elección de la residencia particular de un ministro israelí al lado de un campo de limones, camuflaje ideal para realizar atentados, el aparato militar decide que hay que arrancar los limoneros, fuente de sustento de una bella viuda que, al lado de un anciano que durante toda su vida ha ayudado a la familia, cultiva con mimo el susodicho frutal.
Por lógica, ese campo almacena una metáfora esencial del conflicto político. Esos limoneros anclados en la tierra poseen raíces profundas cuya existencia ahora se ve amenazada por una culpa que ni la joven viuda ni su empleado representan. Reos de un temor en el que nada tienen que ver, Eran Riklis, al estilo del Zhang Yimou de Qiu Ju, una mujer china, convierte al personaje de Hiam Abbass en el motor de un periplo por el interior de la vida cotidiana de Israel. Lo mejor de la película reside en esos recovecos ilustrados por personajes secundarios, por diálogos breves, por presencias de un subterráneo juego de poder que mueve unos hilos de acero tan invisibles a la vista como cercenadores en su aplicación.
El filme de Eran Riklis desarrolla también una sensible historia de amor en medio de un estado de las cosas putrefacto. Una radiografía nada simplista hecha a golpe de arabescos emocionales, de engarzados políticos y de comprensiones sin complacencia ante las paradojas de la existencia. Además, si el filme de Riklis arranca sobre un trampantojo, culmina con un monumento a la idiocia humana. Eso y no otra cosa se antoja ese muro final que enjaula a quien lo levanta y que usurpa a unos y otros la grandeza esencial del paisaje: el gozo de un horizonte libre, originario y pacífico.