Entre la denominada trilogía del Baztán y la trilogía de la Ciudad Blanca hay tantas semejanzas,que resulta evidente que ambos casos responden a un cierto espíritu de época. En cierto modo se diría que saben ser, ir y estar a la moda. Hijas de este tiempo, ambas trilogías han sido engendradas por novelistas de best-seller de aeropuerto, de escritura de digestión leve y literatura escasa.

En apenas tres secuencias, cuando ni siquiera el filme ha penetrado en lo que será su verdadero leit motiv, Ari Aster (Nueva York, 1986) ratifica lo que “Hereditary” anunció: estamos ante un cineasta de raza. En ese tiempo de apertura, un prólogo que sirve para mostrar el desgarro por el que su protagonista, Florence “Lady Macbeth” Pugh, se desangra; Ari Aster da una lección de sabiduría compositiva.

Hace años, en 1977, Tony Leblanc, espoleado por José María Iñigo, llevó al apoteosis su carisma de cómico televisivo comiéndose una manzana en un “Martes Fiesta” de TVE. Durante 3 minutos tan eternos como los cinco a los que cantaba la canción de “Te recuerdo Amanda” de Victor Jara, Leblanc, con un bongo como mesa, peló la manzana con parsimonia y bocado a bocado se la comió ante la estupefacción de decenas de personas en directo y la perplejidad de millones de telespectadores.

Presidido por un aire de turbio extrañamiento, “La última lección” trata de descifrar el tembloroso palpitar de la brújula del presente. ¿Dónde está el norte, cuando el norte se deshace por el cambio climático y la corrosiva acción de una humanidad en crisis preludia su Armagedón? Con el acento puesto en esta ambiciosa e inabarcable cuestión, Sébastien Marnier se apropia y adapta a su universo la novela “La hora de la salida” (2002), de Christophe Dufossé.

“Lo que esconde Silver Lake” no será para cada persona que vea este filme lo mismo. Ese tono sombrío que le caracteriza, ese argumento laberíntico, mezcla de lo onírico con lo inquietante y perverso, potencia una calculada ambigüedad. Pero lo que esconde su realizador, David Robert Mitchell, está claro.

El instante decisivo, ese en el que se produce la quiebra, donde algo se rompe, en el caso de Julio Medem surgió en “La pelota vasca”, una incursión documental de un cineasta que había sido capaz de ficcionar con el delirio y la extravagancia. Nadie como el Medem de “Vacas”, “La ardilla roja” y “Tierra”, para escaparse de ese costumbrismo de caspa y boina que tantas emociones levantaba en la España de los años 80.

Un paso a dos con testigo al fondo. Un pulso entre dos mujeres con la figura de un escritor-objeto como sujeto pasivo de deseo. Ambas tienen hijos. Ambas arrastran un pasado negro en un duelo que parece desigual, pero del que no queda claro, hasta el último segundo, quién es la víctima y quien moverá el hacha del verdugo.

En país que siempre busca tapar las miserias y echar la culpa al otro, era necesario, a la hora de acometer un filme como “El reino”, evitar tropiezos con la realidad. No se ha hecho mucho cine de ese que califican de político, pero los pocos que se han atrevido: “Lobo”, “El hombre de las mil caras”, “B de Bárcenas”,… cito tres de muy diferente calidad e interés, se tuvieron que rozar hasta mancharse con la servidumbre de “lo real”.

En el viejo conflicto entre literatura y cine suele darse la fatal creencia de presuponer que la buena escritura es terreno peligroso, tóxico y por ello infértil para abonar grandes películas. Según eso, las obras maestras de la alta literatura resultan menos domesticables. Lo contrario, de un folletín puede brotar una obra maestra de la cinematografía, se defiende invocando talentos malditos como Welles.