¡Malditos esclavistas!

Título Original: DJANGO UNCHAINED Dirección y guión:  Quentin Tarantino  Intérpretes: Jamie Foxx, Christoph Waltz, Leonardo DiCaprio, Kerry Washington, Samuel L. Jackson, Dennis Christopher y  Don Johnson Nacionalidad:  EE.UU. 2012   Duración: 165 minutos ESTRENO: Enero 2013

Quentin Tarantino celebrará el próximo 27 de marzo su quincuagésimo cumpleaños. La pregunta es: ¿qué queda del joven irreverente de risotada estrepitosa y ademanes embrutecidos, de aquel cinéfago voraz y  cineasta febril que a comienzos de los 90 se alzó como el referente del cine de la posmodernidad? La única respuesta que pueda darse a la vista de Django desencadenado, es simple: todo. Tarantino no se ha movido ni un milímetro de su universo pasional. Su Django no es sino la versión en clave western de lo que fue, en clave bélica, Malditos bastardos. En el camino, lo único que Tarantino ha perdido es capacidad para sorprender. No por su culpa sino porque a estas alturas, el espectador iniciado reconoce en cada secuencia, en cada diálogo, en cada plano, el estilo del autor de Kill Bill; la huella inconfundible del creador de Pulp Fiction.
Aclarado esto, se sobreentiende que en Django desencadenado, juego que evoca por contraste al Prometeo encadenado hasta hace poco atribuido a Esquilo, tenemos a un Tarantino sin freno aunque con más control del que aparenta. Django desencadenado tiene un referente histórico, el  Django (1966), de Sergio Corbucci,  y un espejo cercano. Con ese espejo, Malditos bastardos, conforma un díptico antifascista; un desparrame ácrata por el que Tarantino decide combatir la maldad con venganza. Si en su anterior incursión en la guerra mundial, Waltz encarnaba la quintaesencia del nazismo, esa que no nace de un ser monstruoso sino de un superviviente cruel presto a cambiar de bando por encima de cualquier vida; aquí redime lo alemán al convertirlo en el verdadero demiurgo de la película.
De hecho no es Foxx/Django, la figura central por más que sea con ella con quien culmina la historia, sino ese dentista cazarrecompensas empeñado en arrancar las raíces podridas. Más iconográfico que nunca y menos deconstructor, Tarantino forja una película lineal en su desarrollo, tan solo zarandeada por algunos flash-back ocasionales. Regada, como es costumbre, por multitud de referencias, a Tarantino parece preocuparle cada vez menos esas muletas y cada vez más el sustrato simbólico que alienta sus disparatadas historias.
Tarantino insiste en viajar a bordo del cine de género en un constructo montado con los restos rescatados de las películas más arrebatadas, las que nacieron fuera de circuito y por ello, crecieron más libres y asilvestradas. En Django, Tarantino golpea insistentemente en la ferocidad del esclavismo. Las espaldas martirizadas de las víctimas tatúan la crueldad de una civilización incivilizada. Armado por  esa actitud beligerante, Django, como la mayor parte del cine de Tarantino, brilla mucho más en sus secuencias que en la trama que las articula. En el filme hay minutos hipnóticos, fascinantes, extremos e inolvidables. Con ellos avanza un filme que se acerca a las tres horas pero cansa menos que la mayoría de hora y media. ¿El secreto? El de siempre. 
Primero: un reparto actoral inmenso. Grandes resultan Di Caprio, Foxx, L. Jackson y compañía. Pero, entre todos, Christoph Waltz,  que roza lo insuperable pese a que su personaje deba eclipsarse en la segunda mitad y lo haga sin marcar bien su deriva hacia el martirologio. El segundo factor es aquel que desde siempre caracteriza a Tarantino. Una fe ciega en la palabra; en los diálogos, en los soliloquios inacabables que dicen algo y significan más. Y el tercero y definitivo basamento nace de su pasión por la puesta en escena, por la coreografía, por el humor de barra de bar y humo de marihuana. Tres buenas razones para hacer películas divertidas e incluso, como ahora, merecedoras de ser recordadas.
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