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El palmarés de la sexagésima, una apropiada decisión




Por primera vez en muchos años, la decisión del jurado del Zinemaldia se ajustó al sentido común, o sea, fue apropiada. Las razones de ese triunfo del buen criterio descansan en diferentes estadios. La composición del jurado sin duda fue una de ellas. Pero también lo fue la selección de las obras a concurso que, al ofrecer un mejor nivel medio, redujo sensiblemente el riesgo del despropósito. Y con él, la vergüenza de ver consagrados en el palmarés títulos insignificantes.

Ha habido demasiadas ediciones en las que se marchaban de vacío autores y obras que años después siguen permaneciendo vigentes, mientras que hay Conchas de Oro de las que nadie recuerda ni siquiera sus nombres. Eso no pasará con la sexagésima edición, una edición que sienta las bases, no para superar a festivales cuya identidad y medios no deberían llevarnos a comparaciones, sino para hacer de Donostia una cita con personalidad propia y con contenidos de calidad que la erijan en un referente útil y productivo para la industria cinematográfica internacional.
Fue la película de Ozon, un director camaleónico siempre dispuesto a mantenerse fiel a la naturaleza del guión, la gran triunfadora. Lo supimos cuando en la mitad de su relato se hacía evidente que allí había una estructura poderosa, un goce narrativo capaz de cuestionarse por la función del cuento y hacerlo sin concesiones, con verbo adulto y con personajes de verdad. En la casa,título en castellano del filme doblemente ganador a la mejor película y al mejor guión, posee unos cimientos sólidos, asentados en tierra dura y fértil y alimentados por una trasposición del teatro al cine respetuosa con el origen e inteligentemente aplicada con el destino. Por cierto se ha apuntado con pertinencia la paradoja de que haya tenido que ser un cineasta francés quien rescate para la pantalla el talento de ese dramaturgo español llamado Juan Mayorga y cuya El chico de la última filapone el alma y la forma a En la casa.
Pero es más, la película de Ozon puede contemplarse como una declaración de intenciones de lo que puede ser el Zinemaldia. Su texto sabe fundir el relato con la reflexión, la piel del actor con la técnica que lo anima, la necesidad de rozar sentimientos con la terapéutica idoneidad de no olvidarse de la inteligencia y el respeto. Ozon no hace trampas y su Concha de Oro sirve para premiar no sólo su trabajo sino a todos aquellos cineastas franceses que como Chabrol, Tavernier, Assayas y compañía forjaron la historia del festival donostiarra y se marcharon sin que el palmarés oficial les diera el reconocimiento que merecieron.
A su lado la otra gran triunfadora de este año fue Blancanieves, un filme extremo, coherente y singular que retuerce el legado de todos los cuentos, en especial los de los hermanos Grimm, para cambiar Kassel por Sevilla y los palacios de hadas y princesas por los cosos taurinos y las ferias populares. El bilbaíno Pablo Berger, cuyo debú hace unos años con Torremolinos 73lo distinguía como autor con voz profunda y propia, elabora un filme emocionado que apunta hacia el universo del canadiense Guy Maddin. Como él autor de My Winnipeg, Berger busca recuperar las esencias de aquel celuloide en el que no estaba sincronizada la palabra.
El cine de los años 20, un arte que desapareció casi de manera definitiva cuando el verbo desplazó a la coreografía, el discurso al gesto y la univocidad de la palabra a la incertidumbre del movimiento, renace en este inclasificable filme. Esta Blancanieves, mezcla de humor y horror, de inocencia y perversidad, ofrece un bello e incomparable regalo que irrumpe en el cine español con inusitada frescura.
Tras esas dos buenas y bien premiadas películas que habían recogido esa insólita unanimidad que parece conciliar a las diferentes parcelas de la crítica y a éstas con el público, el resto del palmarés, aunque apropiado, ocupa el territorio de lo discutible.
Apropiado porque su reconocimiento puede ser cuestionado, pero no carece de argumentos para hacerlo comprensible. Probablemente el más débil de los galardones otorgados sea el que recompensa al Trueba de El artista y la modelocomo mejor director.
Ha habido quienes se han atrevido a pensar e incluso convocar explícitamente a La bella mentirosade Rivette a la hora de presentar y comentar la película de Trueba. Se trata de una sombra germinal sobre la que no conviene hurgar porque cualquier cotejo entre ambas sacaría los colores al filme en blanco y negro de Trueba.
En su acercamiento al cuerpo femenino, un modelo que Trueba lleva al terreno de la tradición veneciana al estilo de Giorgione, con una Venus más sensual y epidérmica, frente a la querencia florentina más simbólica y espiritual, Trueba como director se comporta como un autor lleno de dudas.
Si su apuesta por huir del color y repensar la obra de Renoir, el cineasta, le redimen de la falta de coherencia de sus últimos trabajos, sus concesiones a los personajes secundarios, su falta de nervio con las secuencias de los niños y las presencias del personaje de Chus Lampreave, no dejan en buen lugar su rigor como director de la película.
A Trueba le ocurre lo que al iraní Ghobadi, que les precede su historia y ésta, que fue noble en algún tiempo, les facilita y les regala lo que a otros les arrebata sin motivo. También Ghobadi se volvió a llevar un premio de Donostia. El hecho de que fuera el de la fotografía resulta significativo. Ya se sabe que cuando de una película se alaba su fotografía, indirectamente se descalifica su contenido.
No fue esa la voluntad del jurado obviamente, pero no deja de tener un cierto sentido que se premie eso en un filme que pretende elaborar un altar poético contra los excesos políticos y policiales del régimen iraní y acabe ebrio de plasticidad al estilo del videoclip de un grupo pop.
El premio a José Sacristán no cabe discutirlo. Su tour de force resulta impresionante incluso por su aguantar en los peores momentos. Su abnegación al servicio de un filme sorprende por su generosidad. Él está mejor que bien en una película cuya mayor virtud reside en su obstinado empecinamiento y coherencia con la propuesta narrativa escogida. Demasiada obstinación quizá con la que se labra su limitado alcance al devenir en una incursión culpable de ensimismamiento. Pero que El muerto y ser feliz, la película de Javier Rebollo, resulte ser una obra naufragada no impide que se exista en ella una dirección más personal y arriesgada que la que evidencia en su trabajo Fernando Trueba.
También resulta siempre fiel a si mismo, director sin cartas marcadas ni concesiones baratas, Laurent Cantet. Su aventura americana, Foxfireun repensar la condición de la mujer en los años 50 y 60 en EE.UU., le sirve al autor de Recursos humanospara volver a colocar al público frente a la complejidad de juzgar el comportamiento de los demás. Estamos ante una nueva evidencia de madurez autoral y de riesgo narrativo que, a través del premio a la mejor actriz compartido con la actriz de Blancanieves, recibe un reconocimiento merecido.
Así las cosas quedaría hablar de las películas que se fueron de vacío. De El capital del siempre saludablemente combativo Costa-Gavras, una farsa incendiaria sobre la falta de escrúpulos y moral de la banca internacional llena de diálogos mordaces y personajes inolvidables. O de The Attack, una potente mirada al tema palestino-israelí, que podría haber encontrado algún reconocimiento mayor a la mención especial del Jurado por la hiriente crudeza con la que desnuda un conflicto inacabable.
Pero esa no es la cuestión. El tema no es que el jurado escoja o no lo que cada espectador hubiera hecho, sino que su elección responda a unos parámetros mínimos de buen criterio. Y eso, buen juicio y responsable equidad, es lo que ha habido en este año prometedor.
La sexagésimo primera edición ya nos está esperando.

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