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La cena de las verdades y las apariencias


Título Original: LE PRÉNOM Dirección:   Matthieu Delaporte y Alexandre de La Patellière Guión:  Matthieu Delaporte  Intérpretes: Patrick Bruel, Valérie Benguigui, Charles Berling , Judith El Zein  y  Françoise Fabian Nacionalidad:  Francia, Bélgica. 2012   Duración: 121 minutos ESTRENO: Septiembre 2012

Bastaría con citar un par de nombres para fijar cartesianamente la naturaleza que conforma el ADN de El nombre. Digamos primero que este filme, inequívocamente francés, posee un esqueleto de solvente carpintería teatral en sus entrañas. Ingeniosa osamenta que se abrocha a un desenfadado tono menor (otros hablarían de obra de cámara o cine de salón), que se nos aparece como un divertido puente entre la Yasmina Reza de Un dios salvaje (Roman Polanski, 2011) y La cena de los idiotas  de Francis Veber, (1998). Entre ambos referentes se despliegan todos los golpes que uno tras otro sueltan convencidos de que lo están haciendo bien el dúo formado por Delaporte y Alexandre de la Patellière. Esa es otra de sus características. La sensación de que se aprietan las teclas más convenientes con la seguridad de ahondar en una dirección bien establecida. Esa sujeción a un modelo preexistente, esa ubicación en una fórmula que ha cosechado buenas respuestas, provoca la sospecha de sentir que estamos ante un trabajo prefabricado. Esto es, realizado con la convicción de que va a triunfar. Y de hecho, así lo hace, o sea, gusta.
Entre otras cosas porque ya gustaba en su versión escénica. Matthieu Delaporte, un recién llegado al mundo del cine, aprovecha su éxito en los escenarios para concretar uno de esos filmes de larga taquilla y alta satisfacción. Con la excusa de una cena de amigos, con el pretexto de escoger el nombre que designe al hijo que uno de las parejas espera, lo que la película propone no es sino colocar en la pantalla toda esa serie de pequeñas contradicciones sociales, un juego de benevolente retórica política entre la derecha y la izquierda que desde las aventuras de Don Camilo se repite con diversa fortuna.
En este caso, con bastante porque el guión de Delaporte se las ingenia para marcar una serie de quiebros narrativos capaz de soldar la sorpresa con la ironía. Se ha citado Un dios salvaje de Reza pero sería más prudente mirar a  Arte, (1994), para revisar en ella los mismos mecanismos de los que se sirve Delaporte.
Aquí como allí, se establece un duelo dialéctico, un combate verbal, un encaje de actitudes y respuestas políticas: la derecha, la izquierda y la posición de quien se pronuncia en función de cómo vayan las cosas. En Arte todo se desmadrada a partir de la compra de un cuadro, blanco sobre blanco; una referencia a Malévich y un lugar común desde donde los recelosos con respecto a las propuestas plásticas contemporáneas se ceban con una rabia solo proporcional a su falta de referencias.
En este caso, el pretexto, lo dice el título es un nombre de ecos funestos pero cuyas reacciones resultan desproporcionadas. Al igual que el filme de Polanski chirriaba en su ascenso por los peldaños del conflicto, el filme de Delaporte también tropieza de vez en cuando con los estentóreos saltos en el proceso descrito en esa cena de pequeños burgueses cuyas miserias y grandezas son vistas desde una saludable ironía.
No pasa nada. Su naturaleza humorística hace perdonables las sobreactuaciones. Cuando algo resquebraja el verosímil, el ingenio de una nueva situación, la aparición de un conflicto nuevo pone en circulación esa danza de embriaguez retórica que sostiene el filme. En su interior más profundo, Delaporte recurre a la fórmula con la que David Planell armó su ocurrente cortometraje Ponys. En el fondo, a eso se dedica El nombre, a hurgar en las cicatrices, en las heridas, en las huellas de lo que fueron sus personajes para comprender mejor el maquillaje con el ahora que se enfrentan a la vida.

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