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El discreto encanto de la hipocresía
Título Original: CARNAGE Dirección: Roman Polanski Guion: Roman Polanski y Yasmina Reza Intérpretes: Jodie Foster, Kate Winslet , Christoph Waltz y John C. Reilly Nacionalidad: Francia, Polonia, Alemania, España. 2011 Duración: 79 minutos ESTRENO: Noviembre 2011
Cuando al cine se le dio técnicamente la posibilidad de incluir la palabra sincronizada con el gesto, el cine cambio de naturaleza. Las bellísimas coreografías silentes, aquel cine de mueca y elipsis, de sutileza y composición, se abrazó al teatro y el teatro lo llenó de fonemas finiquitando un lenguaje que desapareció (casi) para siempre. Un dios salvaje, último largometraje hasta la fecha de un veterano cineasta polaco que en su juventud practicó un cine de pocas palabras, es teatro filmado, cine de cámara al servicio del verbo.
En él se da lo mejor y lo peor de ese maridaje cine-teatro. Y aunque Polanski ya sabe lo que es enfrentarse a este tipo de escollos, La muerte y la doncella podía ser un buen modelo, su incursión en el texto dramático de Yasmina Reza se desgarra en los arrecifes de la carpintería teatral, una estructura que no precisa de lo cinético. Hacia la mitad de su metraje, cuando el espectador ya ha asumido que el naufragio de los personajes adultos será irremisible, cuando se les sabe ahogados en su propia autocompasión de adultos frustrados, uno de los personajes proclama un auto de fe. Él afirma creer en un dios salvaje, en un dios abismal que hace tiempo que decidió abandonar al ser humano. Lo demás, cuestiones morales, mandamientos éticos, para él no vienen a cuento en una sociedad que hace más de medio siglo se consagró y consiguió que la mentira se convirtiera en el orden del mundo.
Un dios salvaje empieza y concluye como el filme de Michel Haneke, Caché, con una cámara inmóvil esposada a un plano general. En él vemos (¿o no vemos?), en medio de varios personajes irrelevantes, un conflicto y un arreglo. No obstante su desarrollo ulterior, su meollo parece caminar por la saludable vía nórdica que empieza en Bergman y concluye en las admirables píldoras dogmáticas de von Trier y Thomas Vinterberg. Pero tanto lo uno como lo otro, no son mas que espejismos con los que Polanski se permite un nuevo ejercicio fílmico interesante pero sin que en él se atisben signos de su genio perverso. Hay que poner mucha imaginación para olfatear en Un dios salvaje algún indicio del hacer del Polanski de sus mejores y más perturbadores trabajos. Aquí, con un plantel de actores brillantes, se aterriza en medio de una disonancia molesta entre lo que se dice, se trata de un problema menor, y el cómo se convoca, casi siempre con un gesto excesivo.
El ensamblaje dramático de Reza, puesto de relieve en obras como Arte, nace de rizar el rizo de las cuestiones menores para abrir llagas profundas con las que se ridiculiza la inseguridad y la falta de densidad psicológica del ciudadano del siglo XXI. Aquí el pretexto es un incidente. Una pelea infantil, una agresión violenta y un intento de arreglar las cuentas: las del seguro médico y las del orgullo paterno. Un fracaso anunciado que acaba por desnudar la total desorientación de la familia contemporánea en la era del bienestar económico.
A Polanski el texto le interesa de manera epidérmica. Tanto, que desaprovecha alguna circunstancia notable como esa alusión a El ángel exterminador, que fuerza a los cuatro personajes centrales a no dar nunca por zanjado su concilio. Prisioneros en un bucle retórico, el proceso teatral filmado con elegancia pero sin pasión por Polanski, marca un ascenso hacia el desastre y la hipérbole. Al final, poco importa lo que se discute y menos interesa qué acabará pasando. Al final nada hay de Haneke, ni de Vinterberg, ni Buñuel. Nos queda un Polanski que no es el de Repulsión , ni el de Chinatown; ni el de sus filmes más alucinados y angustiosos. Podía haber sido bastante, pero se queda en bastante poco.