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Batallas y batallitas
Titulo Original: LA NOVELLEGUERRE DES BOUTONS Dirección: Christophe Barratier. Guión: Christophe Barratier, Stéphane Keller y Thomas Langmann Intérpretes: Guillaume Canet, Laetitia Casta, Gérard Jugnot , Kad Merad, Jean Texier, François Morel y Marie Bunel Nacionalidad: Francia. 2011 Duración: 100 minutos ESTRENO: Noviembre 2011
A esta guerra de los botones le pasa como a algunas personas adineradas. Que le piden a la cirugía plástica lo imposible: engañar al reloj de la vida. Christophe Barratier, músico antes que realizador, amaneció al cine con un éxito apabullante. Los chicos del coro. Aquella era, sin duda, la historia de su vida. Desde entonces no hace sino buscar relatos ajenos para aplicar en ellos la misma fórmula. La reciente liberación de los derechos de la novela de La guerra de los botones, circunstancia que ha dado lugar a dos versiones casi simultáneas, parecía un buen tema para que Barratier pusiera de nuevo a funcionar su orquesta sentimental. Lo que no cabía esperar es que, al adaptar aquella humilde película de verbo naif y sintagmas sencillos, la convirtiera en una solemne tontería. La primera evidencia que se percibe en el hacer de Barratier, muestra que Barratier no confiaba en los escasos mimbres del filme precedente y, en una transformación disparatada, convierte La guerra de los botones en una operación de saqueo del cine de aventuras. Su primera modificación, en lo que debió percibirse como un quiebro osado y fértil, consiste en reubicar el tiempo de la historia. Esta guerra acontece en plena invasión nazi de Francia. De manera que estamos ante una guerra de niños en el corazón de una guerra de verdad. Lo paradójico de Barratier es que filma la guerra adulta con más artificio, impostura y banalidad que las batallas de la chavalería.
Con más ironía, tal vez hubieran encajado mejor esas traslaciones groseras de rapiña cinefílica que saquea sin rubor filmes como el Gladiator de Ridley Scott o el Espartaco de Stanley Kubrick. ¿Posmodernidad? No, sólo un empacho de dulzainas cinematográficas que labran la diabetes más corrosiva. Barratier no sólo no rejuvenece el inexplicable encanto del filme de Yves Robert (1962), -ha habido algunos más-, sino que se hace monótono en las duplicidades entre adultos y niños, distorsionante el espejo entre la verdad y la mentira y sin sutileza alguna ese coro de tópicos y arquetipos. Como la idea original emite ecos universales, Barratier cree obtener la apariencia de un filme positivo pero tan solo consigue maquillar la nada.
Con más ironía, tal vez hubieran encajado mejor esas traslaciones groseras de rapiña cinefílica que saquea sin rubor filmes como el Gladiator de Ridley Scott o el Espartaco de Stanley Kubrick. ¿Posmodernidad? No, sólo un empacho de dulzainas cinematográficas que labran la diabetes más corrosiva. Barratier no sólo no rejuvenece el inexplicable encanto del filme de Yves Robert (1962), -ha habido algunos más-, sino que se hace monótono en las duplicidades entre adultos y niños, distorsionante el espejo entre la verdad y la mentira y sin sutileza alguna ese coro de tópicos y arquetipos. Como la idea original emite ecos universales, Barratier cree obtener la apariencia de un filme positivo pero tan solo consigue maquillar la nada.