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Tati, Chaplin y la magia
Título Original: L´ILLUSIONNISTE Dirección: Sylvain Chomet Guión: Jacques Tati Producción: Sally Chomet y Bob Last. Música: Sylvain Chomet. Dirección artística: Bjarne Hansen Nacionalidad: Reino Unido y Francia. 2010 Duración: 80 minutos ESTRENO: Octubre 2011
Un aire de nostalgia, como una telaraña adherida en la piel, recorre los recovecos de El ilusionista. No es extraño. Su guión fue escrito a mediados del siglo pasado, en un tiempo en el que el rock and roll se extendía por el mundo, bajo el pretexto de un lifting emocional que consagraba lo joven para huir del fantasma de la II Guerra Mundial. En ese guión que nunca llevó a la escena, Tati evocaba una figura que le precedió en el arte de arrancar sonrisas y levantar denuncias: Charles Chaplin. Como él, también Tati era un artista y, por eso mismo, en su historia de un mago ambulante en un tiempo sin magia, Tati dejó sueños incumplidos, temores íntimos y heridas de su propia vida.
Con esa historia, Sylvain Chomet (Bienvenidos a Belleville, 2003) cierra el círculo y, en algún modo, reinicia todo el proceso. Hace en dibujos animados lo que desde la caricatura y el mimo se hizo cine. Y lo que en este cine se cuenta habla de una historia de amor sin palabras que rinde un homenaje a la edad de las candilejas y hurga en el sinsabor de quien se percibe como carne crepuscular.
El ilusionista parte de una ilusión, la que se enciende en los ojos de una adolescente sin casa ni familia, arrebatada por lo que considera el poder inagotable de un prestidigitador que un día llega a actuar en el local donde ella se gana la vida como criada. Con el ritual con el que Chaplin convertía en reyes a mendigos y en princesas a huérfanas sin herencias, Chomet con un dibujo preciso y un ritmo sostenido, se saca un arabesco emocional y emocionante de su mesa de dibujo.
Aquí como en Belleville, Chomet convierte un arte narrativo en pura música. Todo es cuestión de ritmo y poesía y en El ilusionista, dibujos animados al servicio de un relato adulto apto para todos los públicos, el ritmo se debe a la lírica. Chomet sortea el edulcoramiento y baila sobre el filo de la cruda realidad. Como Tati y como Chaplin, su ternura se tiñe de tragedia y sus buenas intenciones no salvan de la soledad a sus protagonistas. Con esa voluntad, en menos de hora y media, El ilusionista recupera el hacer de dos genios, llora el final de una época y brinda una lección de capacidad expresiva. Sin estridencias, con humildad. Con la rubrica extraordinaria de quien hace cine porque le gusta.
Con esa historia, Sylvain Chomet (Bienvenidos a Belleville, 2003) cierra el círculo y, en algún modo, reinicia todo el proceso. Hace en dibujos animados lo que desde la caricatura y el mimo se hizo cine. Y lo que en este cine se cuenta habla de una historia de amor sin palabras que rinde un homenaje a la edad de las candilejas y hurga en el sinsabor de quien se percibe como carne crepuscular.
El ilusionista parte de una ilusión, la que se enciende en los ojos de una adolescente sin casa ni familia, arrebatada por lo que considera el poder inagotable de un prestidigitador que un día llega a actuar en el local donde ella se gana la vida como criada. Con el ritual con el que Chaplin convertía en reyes a mendigos y en princesas a huérfanas sin herencias, Chomet con un dibujo preciso y un ritmo sostenido, se saca un arabesco emocional y emocionante de su mesa de dibujo.
Aquí como en Belleville, Chomet convierte un arte narrativo en pura música. Todo es cuestión de ritmo y poesía y en El ilusionista, dibujos animados al servicio de un relato adulto apto para todos los públicos, el ritmo se debe a la lírica. Chomet sortea el edulcoramiento y baila sobre el filo de la cruda realidad. Como Tati y como Chaplin, su ternura se tiñe de tragedia y sus buenas intenciones no salvan de la soledad a sus protagonistas. Con esa voluntad, en menos de hora y media, El ilusionista recupera el hacer de dos genios, llora el final de una época y brinda una lección de capacidad expresiva. Sin estridencias, con humildad. Con la rubrica extraordinaria de quien hace cine porque le gusta.