La mentira nunca perdonaTítulo Original: THE DEBT Dirección: John Madden Intérpretes: Helen Mirren, Sam Worthington, Jessica Chastain, Jesper Christensen, Marton Csokas, Ciarán Hinds y Tom Wilkinson Nacionalidad: EE.UU. 2010 Duración: 113 minutos ESTRENO: Septiembre 2011
Reconstruida a partir de un filme israelí que triunfó en su país de origen hace unos años, John Madden, (Su majestad Mrs. Brown, 1997; Shakespeare in Love, 1998; La mandolina del capitán Corelli, 2001; La verdad oculta, 2005) se adentra en un tejido textual muy singular que mezcla el drama romántico con el cine de espías; el terror del nazismo con el melodrama de (sos)tener una mentira. O sea John Madden pertenece a esa categoría de cineastas que se mueve en la liga del Oscar. Cine que aspira a unir la calidad de la producción con la cantidad de la taquilla.
Como Branagh, Mendes y otros muchos compatriotas, Madden, como buen británico, bebió el veneno del teatro, que en Gran Bretaña se llama Shakespeare, antes de adentrarse en el mundo del cine. Eso imprime actitud y oficio, algo que lleva a mimar a los personajes y a anclarlos con textos que dicen algo y con gestos que muestran más, único armamento capaz de potenciar retratos poliédricos allí donde otros se conforman con garabatear.
En La deuda hay cuatro grandes personajes definitivos. Los tres protagonistas que aparecen en todos los carteles que anuncian el filme, los que se ven en la fotografía adjunta que pertenece a su período de juventud, en los años 60 y el monstruo por el que unen sus vidas en una misión que determinará su destino para siempre. Narrada en dos tiempos, años 60 y años 90; el núcleo decisivo de La deuda, la materia a la que alude su título, descansa en una incógnita que arranca cuando se publica un libro en el que se cuenta un hecho heroico.
En ese sentido, el filme se desarrolla entre dos secuencias casi idénticas. Como en el legendario filme de Akira Kurosawa, Rashomon, se asiste, en este caso, a dos visiones de la misma acción; dos relatos que, aunque parecidos en buena parte, presentan una sustancial diferencia. Esa diferencia entre lo que se cuenta y lo que pasó alimenta el suspense de un relato en el que resultan más apasionantes algunas de sus fases que la incertidumbre sobre la que se cimenta su argumento.
En La deuda sin posibilidad de conjugación se pasa por fases de temperaturas extremas. En la más candente, la que corresponde al encuentro de tres miembros del Mosad con un doctor nazi responsable de crueles experimentos y de cientos de asesinatos de niños e inocentes, Madden se acerca al corazón de las tinieblas, a la sinrazón del mal y del horror. A una pregunta que lleva atormentando a la civilización occidental desde hace 60 años y ante la que no hay respuesta alguna. ¿Qué conforma la naturaleza del monstruo?
En algunos instantes, en esos diálogos entre el nazi psicótico y la agente israelí, el pulso desigual rememora lo mejor de La muerte y la doncella, aquella dolorosa introspección que del teatro adaptó para el cine Roman Polanski. En otros, en la tensión sexual irresuelta entre los tres agentes israelíes sometidos a la presión de lograr su objetivo en el Berlín oriental en una operación de orfebrería bélica, Madden se adentra en la ceremonia del desencuentro.
Cualquiera de las dos grandes cuestiones que aquí emergen hubieran dado una inatacable consistencia a esta reflexión. Pero el guión prefiere jugar la baza del ¿lo hicieron o no lo hicieron?, algo que desvirtúa el verdadero rostro del mal. De ese modo, lo que se gana en entretenimiento, se cobra un alto precio, reduce a títere de la acción lo que podía haber sido un poderoso referente para la reflexión. Y así, al final del filme y al recrear su título, se impone una sospecha, la verdadera deuda que el filme parecía querer asumir con el público no se salda o se salda en falso.
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