Nuestra puntuación
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Demasiados árboles para tan poco bosque
Los Marziano, de Ana Katz; Rampart de Oren Moverman; Adikos Kosmos de Filippos Tsitos y Sangue do meu sangue de Joáo Canijo, agobian la sección oficial

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En la recta final del Zinemaldia, se acumulan los títulos en una estrategia algo errática que parece confiar más en la cantidad que en la calidad de las obras seleccionadas. No se trata tanto de que sean malas películas, que evidentemente no lo son, sino de la tibieza e incluso insustancialidad de algunas de esas propuestas que evidencia una cierta inseguridad en el proceso de selección. Las que hoy nos ocupan responden en algunos casos a esa querencia por acumular películas de las que buena parte serán irremisiblemente olvidadas cuando todavía no se haya quitado la publicidad de esta 59 edición. También es cierto que, conociendo la alquimia extraña que surge entre los miembros de los jurados del festival donostiarra, cualquiera de estas películas podría dar la sorpresa. Pero ya se sabe que ganar en Donostia no siempre conlleva obtener un pasaporte para la Historia.
Puestos a confiar, de todas ellas de las que hoy escribimos, Los Marziano, de Ana Katz; Rampart de Oren Moverman; Adikos Kosmos de Filippos Tsitos y Sangue do meu sangue de Joáo Canijo; es en esta última donde cabe percibir algún reflejo verdadero de autoría, ese signo distintivo sin el que no cabría estar presente en la sección oficial de un festival de esta categoría.
Desde el mismo arranque de Sangue do meu sangue, queda clara cuál va a ser la premisa en la que se moverá su director: permanecer fiel a una férrea coherencia estilística para trazar con ella una espiral hacia el infierno del melodrama. En consecuencia con ello, Joáo Canijo entrelaza el submundo que reflejan autores como Pedro Costa con la vocación narrativa de la literatura folletinesca amiga del culebrón. En pocas palabras, Sangue do meu sangue, describe la tensa relación familiar –este año el 90% del cine en la sección oficial rinde culto a la familia-, de una madre, sus dos hijos y su hermana. Son representantes de la clase media baja, la que atiende peluquerías de barrio y suministra las cajeras del hipermercado, la que también alberga a trapicheros narcotraficantes y se mantiene en pie gracias a madres coraje empeñadas en sostener los lazos afectivos de la llamada de la sangre.
Joáo Canijo utiliza objetivos largos para reforzar una buscada sensación de claustrofobia. Compone los planos fragmentando la pantalla, con frecuencia el cuadro se descompone de manera natural, por los obstáculos de puertas, paredes, ventanas y espejos que separan lo que comparte el mismo habitáculo pero parte la convivencia. Se multiplican los referentes para reforzar la asfixia de una cohabitación a punto de explotar. Y siempre, de fondo, un ruido que no cesa. Ruido proveniente de televisores que no callan, de radios sin continencia, del tráfico,… molesta e insufrible sopa sonora que sirve de partitura a la no menos molesta e inoportuna lucha verbal que sostienen los integrantes de esa familia. Desazón, miseria, desesperación y, pese a todo, fidelidad a la sangre. Sangre derramada, sangre que mantiene la vida y sangre que comparten progenitores e hijos, hermanos y amantes.
Canijo resuelve lo que podría definirse como una especie de neorrealismo lusitano fadopunk con un rigor impecable. Se la juega de principio a fin. No hay ni un solo instante de duda en su sólida, áspera e inquietante película. Con ello, no se ganará ningún premio de público ni ninguna adhesión de la juventud pero queda claro que su propuesta, para bien o para mal, responde a la de la construcción de una sólida obra.

Humor argentino, rabia norteamericana
Los Marziano, filme que anuncia su estreno en las carteleras españolas de manera inmediata, responde a ese cine argentino de factura aseada, con actores que declaman con claridad y precisión sus textos y con directores, en este caso directora, Ana Katz, que resuelve lo que el guión les demanda sin perder el tiempo en meandros estilísticos. En este caso, lo que pide el guión arranca con una idea bizarra: la aparición súbita de agujeros en un campo de golf en los que caen los jugadores a costa de sufrir lesiones y roturas y la desaparición, también súbita, de la capacidad de poder leer. Las víctimas de esos efectos “inexplicables” son dos hermanos que, desde hace algún tiempo, sostienen una relación de discordia.
Los Marciano nos enfrentan de nuevo a la idea de un reencuentro filial y Ana Katz lo resuelve con pinceladas de suave comedia y humor distante. Lo disparatado de las situaciones, cierto surrealismo con querencias metafóricas, arma este retrato familiar sobre los integrantes de la clase media-alta argentina a golpe de gestos y diálogos que jamás consiguen conmover y que tampoco levantan un gran interés salvo el de esperar un desenlace que, por fuerza, queda abierto por lo que se refiere a su pretexto argumental, porque lo que aquí interesa no es esclarecer el misterio sino asistir a un proceso de reconciliación fraterna. O sea, otra de blandura sentimental y buenismo para el ejercicio de 2011.
Claro que cuando se trata de lo contrario, aferrarse a la desesperación, como se hace en
Rampart, tampoco mejoran las cosas. El filme estadounidense protagonizado por Woody Harrelson, despega como un boeing para acabar perdido como una cometa. Su cartografía muestra la corrupción policial. Su protagonismo pertenece a un salvaje, violento y crepuscular agente que conoce la calle pero desconoce su casa. Vive con su exmujer, con su actual esposa y con las dos hijas tenidas, una de cada matrimonio, en un matriarcado en el que el macho se comporta como un mueble que sobra. Cuatro mujeres y ninguna le quiere, es un califa sin llave del harén y aferrado a una botella.
Solo por esa situación, un macho violento, un gallo desplumado en medio de mujeres, amantes e hijas mucho más enteras que él, mucho más sensatas y humanas, y por contar con la dirección de
Oren Moverman, Rampart se esperaba con expectación. Además, Moverman, cineasta israelí, antes periodista y guionista, que debutó con la aplaudida The Messenger, volvía a contar con Woody Harrelson. Una combinación ardiente que se quema deprisa. Eso deriva en un peregrinaje que, a mitad del filme, da síntomas de una peligrosa reiteración. El desmoronamiento de un brutal policía, exsoldado en Vietnam y sombra lejana del personaje que dio lugar a dos filmes brillantes, El teniente corrupto, de Ferrara el primero y de Herzog el segundo; aquí no consigue eludir esa sensación de perderse en un callejón sin salida. Moverman, aplica distancia y contención a su historia y esa disposición que casi siempre es acertada, aquí se hunde al carecer de un asidero emocional que enlace lo que pasa en la pantalla con lo que le llega al espectador.
También un policía en crisis y dispuesto para la jubilación se pasea por el filme griego,
Adikos Kosmos de Filippos Tsitos. Una película que desde el mismísimo inicio rinde tributo a Aki Kaurismäki, el cineasta finlandés de quien también ayer se estrenaba su última película Le Havre.
Como decía Santiago Segura de Avatar, cabría decirle a Kaurismäki Aki, cuánto daño has hecho al cine”. No porque sus películas no sean estimables, que lo son y de manera gozosa, sino porque no hay año en el que no surja desde cualquier parte del mundo alguien que le imite creyendo que, para reproducir el estado emocional del cine del autor de Nubes pasajeras, basta con hacerse con un mobiliario vintage adquirido en los Traperos de Emaús, clavar la cámara en planos inmóviles y (casi) mudos y reclutar una serie de actores de rostros extraños a los que se les enseña a moverse como zombies en día de fiesta.
Con ese devocionario debajo del brazo, el filme griego demuestra dos cosas: que la crisis griega es muy seria y que
Filippos Tsitos posee un gran entusiasmo pero ninguna idea personal y que, como en la canción de Fito, no tiene “nada (nuevo) que decir”. Al menos no por lo que aquí (de)muestra. En todo caso, de las dos horas plomizas, tristes y agónicas de su Adikos Kosmos, permanece la tozuda obstinación de no perder jamás el pulso de un tono tan hierático como artificial. El director no lo pierde, pero su película, en cuanto cine, no gana nada. Lo que no significa que no pueda ganar incluso la Concha.
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