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Sombras de Antonioni bajo la luz de Almería
Título Original: LA MITAD DE ÓSCAR Dirección: Manuel Martín Cuenca Guion: Alejandro Hernández y M. Martín Cuenca Intérpretes: Verónica Echegui, Rodrigo Sáenz de Heredia, Denis Eyriey y Antonio de la Torre Nacionalidad: España.Cuba. 2010 Duración: 102 minutos ESTRENO: Marzo 2011
A través de los tres largometrajes que hasta la fecha ha realizado Manuel Martín Cuenca aparece una diversidad formal anclada a una reiteración temática. El mínimo común denominador que engarza La flaqueza del bolchevique, Malas temporadas y La mitad de Óscar adquiere la nota quejumbrosa de quien alienta el deseo de alumbrar amores extinguidos, ecos crepusculares que en algún tiempo conocieron días de rosas y que ahora se duelen por la incapacidad de suturar aquellos desgarros, impotentes para sanar esas heridas viejas.
O sea, Martín Cuenca habita sus historias con fantasmas rotos, o como escribe Leopoldo Panero con ese duende “de nuestras pobres almas” al que llamamos melancolía y al que el poeta define como “un beso cerca de nuestra boca, un ángel cansado de belleza,¡que lleva a sus espaldas este peso de roca!”. En consecuencia con ese hálito poético, La mitad de Óscar se presenta como un filme contenido, triste, lírico y frágil. Nada que ver ni con la frescura desajustada de aquel primer largometraje que hablaba de la angustia de un adulto renacido por una Lolita de barrio, ni del cuadro coral de reflejos turbios y ruidos entrecruzados que llenaban de exuberancia narrativa un filme tan excesivo como irregular.
Aquí, en La mitad de Óscar, se asiste al repliegue de su realizador, a esa huida hacia atrás que protagoniza el cine español cuando anda muy justo de recursos económicos y no quiere correr en la línea de salida del cine comercial. Dentro de unos años habrá que analizar las razones, esencias y coherencias de este cine del presente edificado sobre el silencio, el ensimismamiento y la ausencia.
En el caso de Martín Cuenca, su renuncia al mecano comercial, al artificio de la representación canónica era lógica. Su cine documental traslucía que este director posee una sensibilidad notable para transitar por los meandros de la periferia y el talento idóneo para olfatear sugerentes paradojas capaces de ir más allá de lo convencional. Articulada en tres capítulos: La sal, Óscar y María; La mitad de Oscar con alinearse en ese cine de la contención que recibe tantas buenas críticas como pocos espectadores, no renuncia a una de las características innatas en este director. el mestizaje. Presidida por una fotografía solemne, construida con planos de geometría precisa y equilibrio (re)forzado, Martín Cuenca habla de un náufrago en tierra firme, un perdedor culpable y víctima de uno de los grandes tabús de la civilización humana de cuyo “pecado” nada se dice sino hasta el final de la película. Su vida se reduce a vigilar una salina y a acompañar a un abuelo en su agonía definitiva.
Será precisamente esa agonía la que provoque que los fantasmas del pasado regresen para Óscar quien se enfrentará al peso de esa roca de la que hablaba Panero y que aquí se ubica en el paisaje desértico de una Almería de líneas paralelas, horas glaucas e instantes inacabables
Martín Cuenca estira lo que tiene que contar, que se reduce a certificar un final inapelable. Y se esmera en una puesta en escena equilibrada, de enorme belleza y poderosa composición. Pero si Óscar se tambalea con el peso de la culpa, Martín Cuenca tropieza con el peso de Antonioni, y con las referencias a un cine cuya formulación visual ya fue establecida en su día. La mitad de Óscar evita el desajuste de Malas temporadas pero arriesga menos y puede llegar a desinteresar más. En los instantes felices se impone el enigma de una ausencia, la verborrea de un taxista, la belleza de un amanecer teñido de ecos funestos y apenas un beso, un roce en la boca cargado de añoranza, de temor y de culpa.
O sea, Martín Cuenca habita sus historias con fantasmas rotos, o como escribe Leopoldo Panero con ese duende “de nuestras pobres almas” al que llamamos melancolía y al que el poeta define como “un beso cerca de nuestra boca, un ángel cansado de belleza,¡que lleva a sus espaldas este peso de roca!”. En consecuencia con ese hálito poético, La mitad de Óscar se presenta como un filme contenido, triste, lírico y frágil. Nada que ver ni con la frescura desajustada de aquel primer largometraje que hablaba de la angustia de un adulto renacido por una Lolita de barrio, ni del cuadro coral de reflejos turbios y ruidos entrecruzados que llenaban de exuberancia narrativa un filme tan excesivo como irregular.
Aquí, en La mitad de Óscar, se asiste al repliegue de su realizador, a esa huida hacia atrás que protagoniza el cine español cuando anda muy justo de recursos económicos y no quiere correr en la línea de salida del cine comercial. Dentro de unos años habrá que analizar las razones, esencias y coherencias de este cine del presente edificado sobre el silencio, el ensimismamiento y la ausencia.
En el caso de Martín Cuenca, su renuncia al mecano comercial, al artificio de la representación canónica era lógica. Su cine documental traslucía que este director posee una sensibilidad notable para transitar por los meandros de la periferia y el talento idóneo para olfatear sugerentes paradojas capaces de ir más allá de lo convencional. Articulada en tres capítulos: La sal, Óscar y María; La mitad de Oscar con alinearse en ese cine de la contención que recibe tantas buenas críticas como pocos espectadores, no renuncia a una de las características innatas en este director. el mestizaje. Presidida por una fotografía solemne, construida con planos de geometría precisa y equilibrio (re)forzado, Martín Cuenca habla de un náufrago en tierra firme, un perdedor culpable y víctima de uno de los grandes tabús de la civilización humana de cuyo “pecado” nada se dice sino hasta el final de la película. Su vida se reduce a vigilar una salina y a acompañar a un abuelo en su agonía definitiva.
Será precisamente esa agonía la que provoque que los fantasmas del pasado regresen para Óscar quien se enfrentará al peso de esa roca de la que hablaba Panero y que aquí se ubica en el paisaje desértico de una Almería de líneas paralelas, horas glaucas e instantes inacabables
Martín Cuenca estira lo que tiene que contar, que se reduce a certificar un final inapelable. Y se esmera en una puesta en escena equilibrada, de enorme belleza y poderosa composición. Pero si Óscar se tambalea con el peso de la culpa, Martín Cuenca tropieza con el peso de Antonioni, y con las referencias a un cine cuya formulación visual ya fue establecida en su día. La mitad de Óscar evita el desajuste de Malas temporadas pero arriesga menos y puede llegar a desinteresar más. En los instantes felices se impone el enigma de una ausencia, la verborrea de un taxista, la belleza de un amanecer teñido de ecos funestos y apenas un beso, un roce en la boca cargado de añoranza, de temor y de culpa.