Historia de una transformación prodigiosa
Título Original: LA NANA Dirección: Sebastián Silva Guión: Sebastián Silva y Pedro Peirano Intérpretes: Catalina Saavedra, Claudia Celedón, Alejandro Goic, Andrea García-Huidobro y Mariana Loyola Nacionalidad: Chile. 2010 Duración: 95 minutos ESTRENO: Abril 2010

Todo empieza y todo acaba con una fiesta de cumpleaños. Es decir, apagando velas y suspirando deseos. Sebastián Silva lo deja claro desde el arranque, La nana se ocupa del inexorable paso del tiempo. O sea de la vida, de sus anhelos y sus desmayos. Entre el despertar gélido del primer happy birthday y el desenlace del segundo, una algarabía afectiva que preludia un adiós, acontece una transformación, una metamorfosis, un prodigio. Para explicar eso, para sostenerlo, Silva levanta un recital de cine inteligente, sostenido en la sugerencia, nada complaciente con los tópicos, sensible sin ceder a lo sentimental y duro como si intuyese que el paso del tiempo lo ablanda todo.
Hay dos referencias definitivas que hacen de este filme una película extraña, poderosa, inolvidable. Una se debe al universo de su director y coguionista, Sebastián Silva; la otra se llama Catalina Saavedra, una intérprete capaz de borrar ese puente de impostura que acerca al actor con su personaje.
Silva se une a esa generación de oro que el cine latinoamericano vive como si fuera una especie de sueño. Como el cine de Lisandro Alonso, Lucrecia Martel, Carlos Reygadas, Pablo Trapero, Adrián Biniez, el fallecido Juan Pablo Rebella y Pablo Stoll, La nana se nutre de una narratividad que se reclama contemporánea, esto es que se arrima al filo que separa lo real de lo recreado, la ficción del documental, lo genérico del hallazgo extraordinario.
En La nana se construye un microcosmos especial que tiene mucho de la huella del hogar propio de Sebastián Silva. Ante su percepción se comprende que hay cosas que es necesario haber vivido para poderlas recrear. De ahí que La nana huela a verosímil, sepa a verdad y duela porque, al evitar el didactismo del cine político, se percibe universal, profunda, inagotada e inagotable.
Todo en La nana crece alrededor de Raquel, una sirvienta que ha dedicado veinte años de su vida al servicio de una familia; una mujer primaria, arisca, alienada y levantisca que ejerce su función con un rictus de amargura que preludia la locura, la tragedia o el desmoronamiento. Durante muchos minutos, La nana se juega en el terreno de la amenaza. La tensión impera en lo que parece la última batalla de una mujer anulada por completo. No hay noticias de felicidad en su vida. Sólo temor y soledad para alimentar un carácter asocial, intimidante, antipático. Catalina Saavedra hace de Raquel un personaje extremo. Y en ese vaciamiento existencial, anclado en la infelicidad, la represión y la renuncia, fluye algo aterradoramente antológico.
Su Raquel es una mujer agotada, enferma y al borde del desequilibrio. Silva la describe con conmovedor deleite y perfila los miembros de ese núcleo familiar con aristas y matices. Su retrato no es radiografía ni caricatura. Al contrario, es una mezcla de ambos que, de manera inquietante, los encadena. Con uno recrea el espíritu, con el otro, descarna, desviste la apariencia.Y en medio de ese tono tan agridulce y contradictorio se ahoga Raquel. Se hunde porque lee mal los signos, porque vive con el anhelo de recibir un afecto que, paradójicamente, ella ha asfixiado por completo.
Lo que viene a continuación es la escenificación de una demolición y la evocación de un milagro. Lo que el filme (se) propone es un delicado y singular relato de transformación. La tragedia en humanidad. La incomunicación en esperanza. El aislamiento en abrazo. Sin concesiones lacrimógenas, sin trucos melífluos, La nana (se) abre camino dando una vuelta de tuerca adulta y perversa a la eterna historia del patito feo.
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