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¿Quién es el paciente? ¿Quién es el culpable?
Título Original: SHUTTER ISLAND Dirección: Martin Scorsese Guión: Laeta Kalogridis; basado en la novela de Dennis Lehane Intérpretes: Leonardo DiCaprio, Mark Ruffalo, Ben Kingsley, Michelle Williams y Max Von Sydow Nacionalidad: EE.UU. 2009 Duración: 139 minutos ESTRENO: Febrero 2010
Scorsese no exhibe como Tarantino su naturaleza de cineasta posmoderno pero nadie escapa a atravesar un tiempo ni a vivir en una determinada época, sin que ésta le determine, le perfile, le defina. O sea, Scorsese como Tarantino se enfrenta a la tarea de contar historias audiovisuales sobrellevando el peso de ciento diez años de películas. La radical diferencia entre ellos es, por supuesto, la edad, el tiempo. Lo que en este caso significa la manera en la que se ha vivido esa historia del cine. Tarantino, a golpe de vhs, devorando las secuencias, repitiendo esos instantes memorables que quienes le precedieron supieron plasmar en la pantalla. De acuerdo con ello, Tarantino se aplica como una especie de doctor Frankenstein que ensambla fragmentos maravillosos, esperando que algo misterioso los cohesione y les dé vida.
Scorsese hace todo lo contrario. No se mueve a golpe de impacto visual, aunque a veces construya planos-secuencias tan megalómanos y brillantes como el arranque de Gangs of New York. La puesta en escena de su cine no estriba en la brillantez de las partes, sino en la fuerza esencial de su relato. Su cine fluye de dentro hacia fuera y, por más que éste rememore sensaciones, sentimientos y personajes vividos en otras películas, lo sustancial descansa en el ADN de su guión y en unos argumentos obsesivamente presididos por el peso del dolor. Salvo algunas concesiones comerciales innecesarias, como el acto final de El cabo del miedo, Scorsese construye sólidos vehículos fílmicos en un riguroso ejercicio de coherencia. De ahí el poderoso peso específico de sus películas.
Shutter Island ofrece más que nunca, en el cine de Scorsese, ecos del pasado, e insiste como siempre en el lastre del remordimiento, de la pena y quién sabe si de la redención. Bajo el aspecto de un thriller policíaco, la llegada a un extraño presidio en el corazón del mar, en una isla sin salida, de un par de policías federales para investigar la desaparición de una madre asesina, Shutter Island apunta, como la magdalena de Proust, a despertar en el subconciente del espectador terrores y temores formulados en el cine de los años 30 y 40.
Scorsese ha buceado en aguas subterráneas de oscuridad e inquietud. En su inmersión ha recuperado para su reconstrucción materiales de un catálogo inacabable. No es preciso repetir las ya reconocidas reverberaciones de Tourneur y Lewton, de Siodmak y Hitchcock, de Magritte y Eisner, de Kafka y Poe; ni el peso sustancial del autor de la novela original que nutre su argumento, el Dennis Lehane (Mystic River, Gone Baby Gone) también guionista de algunos episodios de The Wire. Todos ellos se deben y contribuyen a la tensión narrativa de un inquietante filme de suspense psicológico. Un filme zarandeado por un animismo cruel que se ancla en el mejor Freud que tanto amaron Buñuel y Hitchcock y que no teme jugar con el fuego del dolor, la locura y lo onírico.
Scorsese ha sorteado hablar sobre el peso político que exuda la historia de Shutter Island. Tiene razón, aunque es indudable que algo del presente, algo del ahora, también acontece en este filme por más que esos fantasmas poshitlerianos que sobrevuelan Shutter Island representen una amenaza eterna. Y es ese oscuro presagio el que se disuelve en sus últimos planos, el que termina por convocar una imagen totémica, la del doctor Caligari y las puertas del delirio de toda tentación totalitaria. Esa y no otra es la verdadera inspiración que atraviesa este filme firmado por un vidente, un narrador obsesionado por el cine, que se aplica con la intensidad de quien se juega toda la partida en cada plano que filma.
Scorsese hace todo lo contrario. No se mueve a golpe de impacto visual, aunque a veces construya planos-secuencias tan megalómanos y brillantes como el arranque de Gangs of New York. La puesta en escena de su cine no estriba en la brillantez de las partes, sino en la fuerza esencial de su relato. Su cine fluye de dentro hacia fuera y, por más que éste rememore sensaciones, sentimientos y personajes vividos en otras películas, lo sustancial descansa en el ADN de su guión y en unos argumentos obsesivamente presididos por el peso del dolor. Salvo algunas concesiones comerciales innecesarias, como el acto final de El cabo del miedo, Scorsese construye sólidos vehículos fílmicos en un riguroso ejercicio de coherencia. De ahí el poderoso peso específico de sus películas.
Shutter Island ofrece más que nunca, en el cine de Scorsese, ecos del pasado, e insiste como siempre en el lastre del remordimiento, de la pena y quién sabe si de la redención. Bajo el aspecto de un thriller policíaco, la llegada a un extraño presidio en el corazón del mar, en una isla sin salida, de un par de policías federales para investigar la desaparición de una madre asesina, Shutter Island apunta, como la magdalena de Proust, a despertar en el subconciente del espectador terrores y temores formulados en el cine de los años 30 y 40.
Scorsese ha buceado en aguas subterráneas de oscuridad e inquietud. En su inmersión ha recuperado para su reconstrucción materiales de un catálogo inacabable. No es preciso repetir las ya reconocidas reverberaciones de Tourneur y Lewton, de Siodmak y Hitchcock, de Magritte y Eisner, de Kafka y Poe; ni el peso sustancial del autor de la novela original que nutre su argumento, el Dennis Lehane (Mystic River, Gone Baby Gone) también guionista de algunos episodios de The Wire. Todos ellos se deben y contribuyen a la tensión narrativa de un inquietante filme de suspense psicológico. Un filme zarandeado por un animismo cruel que se ancla en el mejor Freud que tanto amaron Buñuel y Hitchcock y que no teme jugar con el fuego del dolor, la locura y lo onírico.
Scorsese ha sorteado hablar sobre el peso político que exuda la historia de Shutter Island. Tiene razón, aunque es indudable que algo del presente, algo del ahora, también acontece en este filme por más que esos fantasmas poshitlerianos que sobrevuelan Shutter Island representen una amenaza eterna. Y es ese oscuro presagio el que se disuelve en sus últimos planos, el que termina por convocar una imagen totémica, la del doctor Caligari y las puertas del delirio de toda tentación totalitaria. Esa y no otra es la verdadera inspiración que atraviesa este filme firmado por un vidente, un narrador obsesionado por el cine, que se aplica con la intensidad de quien se juega toda la partida en cada plano que filma.