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El deporte es el masaje, la leyenda es el mensaje

Título Original: INVICTUS Dirección: Clint Eastwood Guión: Anthony Peckham; basado en el libro de John Carlin Intérpretes: Morgan Freeman, Matt Damon, Marguerite Wheatley, Patrick Lyster, Matt Stern y Julian Lewis Jones Nacionalidad: EE.UU. 2009 Duración: 134 minutos ESTRENO: Enero 2010

Autor de Los ángeles blancos, un sorprendente ensayo sobre el Madrid de Zidane, Beckham y Figo, además de Heroica tierra cruel y El factor humano, John Carlin es un periodista londinense con dos pasiones: viajar y el deporte. América latina y, especialmente, el continente africano, al que pertenecen los dos últimos libros señalados, fueron escenarios en los que Carlin creció literariamente. Allí alimentó un estilo periodístico que funde la ironía con la precisión y la capacidad de síntesis con un sentido épico. Una combinación eficaz que encaja muy bien con su querencia por el deporte. De hecho, ambas pasiones, su compromiso con la libertad y la justicia y su querencia por las gestas epopéyicas se dieron cita en El factor humano (Playing the enemy), una obra emocionada al servicio de una devoción/conmoción llamada Mandela. De ese libro, de la palabra recreada en su interior, nace Invictus.
Las otras dos grandes pilastras que elevan este homenaje-monumento de quien se autodenomina dueño de su destino y capitán de su alma, son Clint Eastwood y Morgan Freeman. Ellos, Carlin, Eastwood y Freeman son el relato, el ritmo y el rostro de Invictus. Mandela, el ganador simbólico.
Pero ¿qué nos aguarda en este filme? Un poema deportivo, una metáfora conciliadora y una apología sin titubeos. Esperar que además aquí respire una gran película, sería ya excesivo. Y en efecto, Invictus queda lejos de los mejores textos fílmicos de un Eastwood que se ha convertido en ese puente de encuentro entre sectores enfrentados de crítica y público. La clave del cine del autor de Sin perdón descansa en un estilo sobrio y en una acusada querencia por los relatos clásicos. Su lado más débil reside en una molesta inclinación por el subrayado, un barniz populista en el que lo simple y lo sencillo se confunden dando lugar a algunos innecesarios toques demagógicos. ¿Su lado poderoso?, una claridad expositiva capaz de hacer legible incluso aquellos comportamientos humanos más depravados, oscuros y retorcidos.
En Invictus nada se debe a la oscuridad. Todo obedece a la exaltación de un hombre bueno, a la loa de una víctima de la injusticia que entre la venganza y el perdón optó por lo segundo. Esa base fundamental, Nelson Mandela, se reconstruye en Invictus como uno de los últimos símbolos de la humanidad de nuestro tiempo. En algún modo, Mandela carga con la antorcha de Gandhi y, para alimentar ese fuego, John Carlin edifica un templo en el que el ser humano y la leyenda conviven a través de la metáfora de un deporte, el rugby.
Invictus desarrolla en clave exaltada y con tintes impresionistas, es decir, con escaso detalle y sin penetrar en los recovecos de lo real, cómo Mandela hizo del equipo nacional de rugby un símbolo del poder blanco y racista de quienes lo encarcelaron durante años, el orgullo de toda una nueva nación refundada sobre el perdón y el encuentro entre blancos y negros.
Eastwood y Freeman ponen todo al servicio de la alegoría convencidos de que lo hacen por una buena causa. La hazaña de ese equipo de rugby sudafricano es el pretexto. Lo que importa, se llama Mandela y lo que se trasmite, responde a ese neohumanismo que caracteriza la actitud de Eastwood. La prosa de Carlin deja poca opción de movimiento a Eastwood que, maniatado por el acontecer en el terreno de juego y sin posibilidad de acercarse al hombre que le aguarda tras la imagen del mito, alterna reflexión con patada, convención con intención. Si no existiera el peso-culto a Mandela, es evidente que Invictus no pasaría de ser un correcto filme deportivo, pero de él no hubiéramos hablado.

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