Érase un vez en Francia

Título original: INGLORIUS BASTERDS Dirección y guión: Quentin Tarantino Intérpretes: Brad Pitt, Diane Kruger , Mélanie Laurent, Christoph Waltz, Daniel Brühl, Eli Roth, Samm Levine, B.J. Novak y Til Schweiger Nacionalidad: EE.UU. y Alemania. 2009 Duración: 153 minutos. ESTRENO: septiembre 2009

Todavía no ha empezado la película cuando Tarantino ya señala el nivel de su ambición. La fotografía, la música, la interpretación… todo reclama su autoría inconfundible. Entonces, lo que parecía un territorio identificable con el spaguetti-western cambia de súbito. Vemos una familia que podría compartir vecindad con aquella otra que inauguraba el despegue de Hasta que llegó su hora (1968) de Sergio Leone. Aquí una joven tiende una sábana que al desplegarse ocupa el espacio de la pantalla. Pantalla sobre pantalla para levantarse y mostrar con estremecimiento lo que nos aguarda tras ella; la plasmación del máximo horror que la lógica y la razón esculpieron a lo largo del sigo XX: el nazismo. En apenas unos segundos Malditos bastardos nos sitúa ante su ADN. Al final, será también detrás de una pantalla desde donde se responderá con fuego al fuego y con sangre a la sangre en un akelarre más apocalíptico que purificador.
Fundir Beethoven con Morricone, mezclar Leone con Castellari, regar todos y cada uno de los planos con ecos de un cinéfago insaciable, conforma el libro de estilo del gran posmoderno del siglo XXI que es Tarantino. Porque, por encima de ese ejercicio T/trivial -en todos sus sentidos-, Malditos bastardos es cien por cien puro Tarantino. Con todas sus virtudes, con todas sus limitaciones. Con él nunca se alcanza un acuerdo sobre si a sus películas les sobra o les falta tiempo. Donde hay unanimidad es en diagnosticar que su cine, ése que tan excesivo resulta, siempre carece de algo.
En Malditos bastardos hay un puñado de excelentes ideas, unos cuantos personajes inolvidables, muchos gestos que nos interrogan y que no nos serán desvelados y una trasgresión venial: retorcer la Historia para rescribirla como Tarantino ha querido. Ambientada en Francia, en plena ocupación nazi, la riqueza de su argumento en otras manos hubiera dado para media docena de largometrajes. Pero Tarantino dirige como habla, sin contención, a borbotones. Con excesos, sin pulir, sin limpiar, sin respiro… lo que no significa que no haya dedicado, en este caso, varios años a desarrollar este guión. Estructurada en cinco capítulos, con tonos dramáticos diferentes y con un hilo argumental que acaba encadenando a todos los personajes, incluido al propio Hitler en una gran traca fallera, la venganza mueve el espectáculo dantesco del carnaval tarantinesco. Su filme, una soflama antinazi, sigue el mandato de Leone con una importante divergencia, allí donde el italiano ponía silencio, Tarantino no calla en ningún momento. Eso implica olvidar/traicionar a Ford. De modo que, aunque en su primera secuencia se adivine un plano-homenaje a Centauros del desierto, no hay rastro de John Ford en este filme. Si entre la Historia y la leyenda, Ford filmaba esto último, Tarantino escoge una tercera vía, la del delirio. Sin el referente mítico con el que suministrar un escudo simbólico para reordenar el caos de lo real, el cine de Tarantino se ahoga en el vómito del horror.
De ahí su amoralidad. De ahí que el personaje más repulsivo de todos sea el más fascinante, de ahí que todo desemboque en un orgasmo destructor. Y de ahí que nada importe si sus personajes mueren o viven. Tarantino hace que el celuloide sea el combustible de ignición y olvida que el poder del cine descansa en la capacidad de emoción que explota entre dos planos unidos, repletos de sentido y significado. Aquí no hay roce afectivo. En su lugar y de modo siniestro, Tarantino hace comportarse a los resistentes judíos como lo hacen los “mártires” musulmanes de Bin Laden: como bombas de odio que mueren matando. Debe ser el santo y la seña de nuestro tiempo.
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