En los últimos minutos, cuando el juicio sumarísimo que pergeña este filme contra Julian Assange estima que ha (de)mostrado la culpabilidad del fundador de Wikileaks, se le deja hablar. Y lo que dice el actor que encarna a Assange se asemeja a las últimas palabras del reo antes de subir al cadalso.

De Greengrass se afirmó que había renovado las claves del cine de acción. Su nombre, se nos decía, era garantía de ese equilibrio improbable entre calidad y cantidad, entre autoría y evasión, entre entretenimiento y compromiso. Obras como Domingo sangriento (2002); El mito de Bourne (2003); United 93 (2006) y El ultimátum de Bourne (2007) daban fe de ese libro de estilo, pero establecían al mismo tiempo una imparable sensación de decadencia.

Hace apenas tres meses James Wan, uno de esos valores del neo-terror del American Gothic, ratificaba con The Conjuring que se había convertido en uno de los grandes clásicos de nuestro tiempo. Autor de Saw, una de esas películas capaces de introducir una nueva variante en un territorio abonado por la inventiva, la heterodoxia y lo bizarro, James Wan y su inseparable coguionista y compañero, Leigh Whannell, ocupan el lugar que en el pasado disfrutaron gentes como John Carpenter, Joe Dante e incluso Sam Raimi.