El niño que no se mojaba los pies Título Original: ARRIYA Dirección y guión: Alberto Gorritiberea Intérpretes: Iban Garate, Sara Casasnovas, Begoña Maestre, Ramón Agirre, Iñake Irastorza, Kandido Uranga y Joseba Apaolaza Nacionalidad: España. 2011 Duración: 100 minutos ESTRENO: Septiembre 2011 Hay películas menores cuya mejor aportación no descansa en las bondades de su contenido sino en que nos permite vislumbrar en su contenido que alli respira un director con talento. Alberto Gorritiberea, director y guionista de este filme, lo posee, o al menos su primer largometraje, Arriya, convoca la promesa de suponer que en su mirada hay la voluntad de no someterse a la servidumbre de lo práctico. Por eso Arriya escoge el camino peligroso de la fábula y lo alegórico. Si hubiera llegado hace treinta años, en pleno debate sobre la identidad de un cine autóctono, hubiera demostrado cómo se puede hacer una película que se adentre en lo reconocible sin ceder al tópico. Ahora, en medio de crisis mundiales, esa no es la cuestión, o no es la cuestión de la que se habla. Lo que no impide que en esta historia de rechazos y apuestas, de amores y engaños, de relaciones fraternales y de miedos eternos anide una moraleja universal: la de asumir la responsabilidad de vivir y la de vivir apurando lo único que sostiene esta vida; el tiempo. En Arriya, el espectador avisado creerá percibir huellas del primer Julio Medem, del más poético. También reconocerá, en la historia del niño que no se mojaba los pies, algún paisaje entrevisto en un mundo de furtivos y carboneros. Pero igualmente podría percibir concepciones cinematográficas provenientes de lugares muy lejanos, tanto que carecen de geografía precisa porque están todos los lugares y en ninguno. Con los pies en el Baztan y la retina enfocando los paisajes abstractos de escultores en el tiempo, Gorritiberea despliega una historia que funde sentimientos y derrotas en una suerte de montaña rusa en la que conviven ideas nobles con minutos televisivos. Hay una suerte de tensión extraña, de desencuentro gélido entre los personajes y sus diálogos, entre los matices precisos y los hechos innecesarios. En Arriya se asiste a un pulso entre el deseo sin límites del guionista y el agobio sin redención del director. Esa mezcla entre la seda y el esparto provoca un extrañamiento incómodo y un agridulce sabor. El de saber que esta piedra se ha resquebrajado aunque sepa darnos sensaciones imposibles de hallar en tanto cine plastificado.
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